Un hongkonés en Argentina
La mamá, el autor, su hermana y papá Ng en 1967
Como ya informara DangDai, comenzó a editarse en Shanghai una nueva revista, Chopsuey, que editan entre otros los argentinos Salvador Marinaro y Lucila Carzoglio. Su primer número incluye este artículo del director periodístico de nuestra propia revista y portal, Gustavo Ng, sobre los orígenes de su familia paterna entre Hong Kong y Guangdong.
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–Un hongkonés en Argentina
–Por Gustavo Ng
Un grupo de islas en el Sur de China y una península, que pertenecieron históricamente a la provincia de Guangdong, forman lo que hoy es Hong Kong. Los ingleses ocuparon el territorio en 1841, inmediatamente después de la Primera Guerra del Opio, cuando China cedió parte de su soberanía para comerciar con el mundo europeo. Fue parte del Reino Unido hasta 1997, año en que volvió a la madre patria como Región Administrativa Especial. De su pasado colonial conserva aún la economía capitalista, un sistema administrativo y judicial propio, una aduana, tres fronteras y un sinfín de tiendas elegantes.
Su nombre en chino ??, que se escribe en pinyin (ese lenguaje intermedio a mitad de camino entre Oriente y Occidente) Xi?ng Gâng, significa puerto perfumado.
Un encadenamiento de tempestades políticas, sociales y económicas sacudieron a Hong Kong a mediados del siglo XX y le dieron nueva forma. En 1942 sufrió la invasión japonesa y muchos de sus habitantes huyeron al continente. Pocos años después regresaron, junto con cientos de miles que se autoexiliaban ante la llegada de la revolución de Mao Zedong. Hong Kong supo recibirlos y transformar una bomba demográfica (tenía la mayor densidad de habitantes por metro cuadrado) en un florecimiento económico. El nombre que usan los analistas internacionales refleja poder y exotismo: “un tigre asiático”.
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Entre la masa de cantoneses que se mudó del continente a la isla estaba Ng Iuko, un comerciante que tenía esposa y seis hijos. Era una familia entre miles, que hoy forman parte de los ancestros de las cuatro generaciones que vendrían. Los hongkoneses son personas conocidas en Asia por su pujanza, habilidad para los negocios, capacidad de adaptación y buen humor, habilidades que moldearon el crecimiento económico.
Ng Iuko trabajaba desde el amanecer hasta la noche, incansable. Su negocio creció e hizo estudiar a sus hijos. En otros términos, sacó la familia adelante. Él y los suyos progresaron en medio de la primavera hongkonesa. Como los que apuestan fuerte y sin miedo, ganaron. Ese mismo ímpetu fue el que llevó a uno de sus hijos al otro lado del mundo. En 1954 el segundo de la familia, un joven de apenas 17 años, con una valija de cuero y un traje a medida, se embarcó rumbo a Sudamérica. En aquella época, la travesía era más larga que el viaje a la luna. Ng Ping-Yip tardó aproximadamente tres semanas en llegar a la Argentina.
Elegante y esmirriado, con un aire intelectual, era, como buen hongkonés, perfectamente autosuficiente. Ping-Yip se enroló en una misión que parecía, por lo pronto, insensata: instalar una fábrica con otros treinta técnicos textiles en el lugar más remoto que podían imaginar. En las fotografías de esa época, se lo ve con la mirada torva, el traje impecable y las manos en los bolsillos. Sí, así era mi padre.
Ng Ping-Yip llegó con un contingente de hongkoneses al puerto de Buenos Aires durante el invierno del año previo al golpe militar de 1955. El contraste con el clima tropical de la isla no podía ser más distante: el frío, la humedad y la garúa cotidiana debieron advertirle que la vida no iba a ser fácil. Junto con sus compañeros pasaron por el Hotel de Inmigrantes y luego se encaminaron en un camión de la municipalidad a San Nicolás.
“Estábamos muertos de frío”, cuenta uno de los compañeros de mi papá, ya viejo, mientras se mece en una reposera en una casa de la provincia de Buenos Aires. “Nos dejaron junto a una ruta, en un descampado. De repente vi una bestia colosal, roja, con un pescuezo grande y musculoso como Hércules, que me miraba a los ojos. Me aterré del todo al ver cómo por su hocico gigante largaba chorros de humo como un dragón”, explica. La bestia, parecida a las fieras de la imaginería oriental, era un caballo. Por ese entonces, estos animales en Hong Kong eran raros: sólo podían verse en el hipódromo.
Aquellos adolescentes que llegaron al pueblo bonaerense debieron ser lo más cercano a un grupo de extraterrestres. San Nicolás, ciudad emblema que separaba Buenos Aires del resto del país, fue la sede del acuerdo que fundó la Nación, pero de seguro sus habitantes nunca habían visto a un chino en persona. De repente estaban allí: unos chicos de pelo negro y ojos rasgados, todos aparentemente iguales.
Con el tiempo, los nicoleños les enseñaron español y ellos se dejaron adoptar. En la fábrica textil que montaron y luego pusieron en funcionamiento, ESTELA (acrónimo romántico del Establecimiento Textil Latinoamericano Sociedad Anónima), los muchachos se mezclaban con las operarias. Eran los años de posguerra, la era de la Juventud. Se bailaba rock and roll en todas partes y en la radio sonaban los Beatles. Las chicas hacían picnics los fines de semana y, un día, invitaron a sus compañeros de trabajo. Era inevitable: para la época en que se les terminaron los contratos de dos años, ya varios de los emigrados estaban de novio. Entre ellos, Ng Ping-Yip.
Años después, cuando algunos de sus compañeros ya se habían olvidado de cualquier amor adolescente y habían vuelto a la isla, Ng Ping-Yip se casó con la chica del picnic. Celia María Lorenzo pertenecía a una multitudinaria familia de vascos campesinos, que acogieron al “chinito” como a un hijo. El hongkonés había encontrado una familia del otro lado del mundo que lo invitaba a sus fiestas sin horarios y a los bautismos de los nietos, primos y sobrinos que se multiplicaban a cada año.
La pareja tuvo dos hijos, Ana Luis y yo. Para el nacimiento de mi hermana, Ng Ping-Yip ya era un nicoleño hecho y derecho. Iba a cazar perdices, comía asados, jugaba en el Lawn-Tennis Club, llevaba los hijos a la escuela, escuchaba folklore, era hincha del club de futbol River y hasta tomaba mate si su suegra, Doña Luisa, se los cebaba. Durante una inundación del río Paraná ayudó a rescatar al suegro, que se negaba a abandonar la casa; y cuando su cuñado se casó, alquiló un colectivo entero para que entrara toda la familia. Como inspector del turno noche, vacacionaba de la fábrica en las tradicionales sierras de Córdoba. Pényu, le decían, un apodo que recién comprendí en mi segunda lección de chino, cuando supe que péng you significaba “amigo”.
El llamado hongkonés en busca de progreso, sin embargo, no se detuvo. El idilio campestre terminó. Tras guardar una pila de bártulos, Penyu agarró la valija de cuero que había llegado a San Nicolás veinte años antes, se fue y nunca volvió.
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Recién cuarenta años después conocí Hong Kong. Ya maduro como periodista, encontré la manera de atar los cabos que me interrogaban a través de mi trabajo. El proyecto Dang Dai (primer medio dedicado al intercambio cultural sino-argentino) hizo indispensable que yo conociera China. Como los viejos exploradores, planifiqué un viaje por catorce ciudades, del extremo Sur al Norte y, luego, al Este. Empecé por la isla.
Un avión me llevó de Buenos Aires a Estambul, y de ahí al Puerto Perfumado. Con jet lag y mareado por el viaje, caminé por la infancia de mi padre. Flotando en el agua de la bahía, vi el reflejo de los rascacielos de vidrio y acero. Miré a la gente a los ojos. La gente de mi padre.
Mi gente.
Quizás, una parte mía estaba de regreso.
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