Escribir en Shanghai

1 noviembre, 2017

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“Yo quiero escribir la historia de mi abuela, dijo el alumno, pero no sé cómo hacer, y quería preguntarle a la escritora argentina cómo hizo ella para contar la historia de su abuelo italiano, por dónde empezó, y si puede que me diga que tengo que hacer para contar la historia de mi abuela”, le preguntó un estudiante chino en Shanghai a la poeta argentina Ángela Pradelli, y ella escribe en Clarín: “Qué hubiese dicho mi nonno si hubiera sabido que, muchos años después de haber partido de esta tierra, en Shanghai, en un mundo que seguramente él no imaginó, un joven se interesaría en su pequeña vida en las montañas italianas; qué hubiese pensado si escuchara que este estudiante, en China, más de noventa años después, quería saber sobre su vida de inmigrante, y que la tomaría como guía para escribir el relato de su propia historia familiar.


 – La China profunda, a unos pocos pasos de los centros comerciales más lujosos

Por Angela Pradelli

En Shanghai me costaba mucho sentarme a escribir y después de varios días, mi plan de corregir la novela no arrancaba. Por la mañana abría las cortinas y veía a unos pocos pasos el universo oriental, un río de gente desplazándose por las calles desde muy temprano, cientos de motos esquivando autos y peatones; todos anudados por el tránsito tan fatigoso pero al mismo tiempo, todos serenos. Cada mañana me proponía escribir, pero cada vez me resultaba más difícil. Veía esa vida del otro lado de la ventana y me iba a vivirla. Salía temprano del departamento y volvía siempre muy tarde. La ciudad tiene muchas capas y el límite entre la Shanghai poderosa y rica y la tradicional es a veces tan delgado. La China profunda está a unos pocos pasos de los centros comerciales más lujosos. Sobre la Nanjing Road el templo de Jing’an convive con las marcas internacionales. Me gustaba ir de una capa a otra, ese transcurrir tan imperceptible y al mismo tiempo tan rotundo. Almorzaba con los obreros en los lugares cercanos a las fábricas, locales pequeños de cinco o seis mesas, o en los carritos que ofrecían las comidas típicas en la calle. Pasaba el día en pequeñas ciudades como Qibao o en otros pueblos de agua, en los parques. Regresaba tarde al departamento, compraba algo en el mercado; y en el ascensor ya hacía planes para el día siguiente.

La segunda semana la Shanghai Writer´s Association organizó una cena. Me tocó sentarme justo al lado de la presidenta de la asociación, la escritora Wang Anyi, la capa di capi. Desde el extremo superior de los palillos, las manos de Anyi los hicieron danzar sobre las fuentes que giraban frente a nosotras. Ella se inclinó hacia mí y me preguntó qué tal iba mi escritura en China. Pensé en mentirle pero también en que era una oportunidad para blanquear. Me acerqué a Anyi y como contándole un secreto le dije que no estaba escribiendo. Ella dejó caer su mano sobre la mesa pero no soltó los palillos. Si habíamos llegado hasta ahí, era preferible ir a fondo. Ni una palabra, le dije, nada. Y por qué, me preguntó Anyi. Cómo voy a quedarme encerrada escribiendo, le dije, si China está ahí afuera. Esperé el reto. Por el rabillo del ojo me pareció que Anyi meneaba la cabeza pero también que sonreía. Las fuentes giraron de nuevo frente a nosotras. Ella se acercó, como si fuera su turno de contar un secreto. “No importa, me dijo, podrás escribir todo lo que quieras”, me aseguró Anyi esa noche.

En Fudan University, los estudiantes y docentes del Programa de Escritura Creativa organizaron un encuentro que coordinó la profesora de español Yiyang Cheng, a la que muchos llaman Esperanza, y quien fue el puente entre las dos lenguas esa tarde. Uno de los estudiantes, que apretaba entre las manos un cuaderno de notas, pidió permiso para preguntar: “Yo quiero escribir la historia de mi abuela, dijo el alumno, pero no sé cómo hacer, y quería preguntarle a la escritora argentina cómo hizo ella para contar la historia de su abuelo italiano, por dónde empezó, y si puede que me diga que tengo que hacer para contar la historia de mi abuela.” Qué hubiese dicho mi nonno si hubiera sabido que, muchos años después de haber partido de esta tierra, en Shanghai, en un mundo que seguramente él no imaginó, un joven se interesaría en su pequeña vida en las montañas italianas; qué hubiese pensado si escuchara que este estudiante, en China, más de noventa años después, quería saber sobre su vida de inmigrante, y que la tomaría como guía para escribir el relato de su propia historia familiar.

“Chancho de tierra”, le contesté a maestra Xang Xianoying cuando terminó la clase y ella vino hasta mi mesa y me preguntó por mi signo en el horóscopo. Era sábado, la clase de caligrafía había durado casi toda la mañana. Voy a hacerte un regalo, me dijo la maestra y después me hizo una seña para que la siguiera hasta su escritorio. La maestra ya había limpiado su pincel pero volvió a entintarlo. Después alzó la cabeza como pensando qué escribir, se quedó así unos instantes, organizándose en sus palabras, y entonces, sobre una hoja larguísima de papel de arroz escribió: “El chancho ama su libertad, siempre será libre, no lo retengan. Dejen a los chanchos ser libres, déjenlos en paz.” Media mañana en el Lago del Oeste: las acacias y el agua que golpeaba sobre las piedras y traía sus rumores, siglos y siglos, que viven en el presente, pero vuelven a partir y regresan y todo es para siempre. Sobre el cielo -que es también un límite- todos los sueños de la humanidad. Un campo de manzanillas, una ráfaga conocida, esas flores silvestres que rozan el borde de los días.

Un día antes de regresar a la Argentina, fui al Fuxing Park a despedirme de Wenye Pu, el maestro de di shu. En el camino de regreso, mientras me dirigía a Xiantiandi para tomar el metro, vi, en la vereda de una casa de antigüedades, un marco de madera oscura apoyado sobre dos caballetes. Era un marco grande, tal vez fuera el respaldar de una cama, no sé. Una mujer y un hombre reparaban el tejido de esterilla del interior del marco; los dedos de sus manos se movían rápidos entretejiendo algunos hilos, otros colgaban tan largos que llegaban al piso. La mujer y el hombre entrelazaban las cintas, restauraban la red. Sobre el cañamazo había también un par de tiras móviles de bambú que la mujer y el hombre usaban para orientarse. Eran más claras que la esterilla y por eso se distinguían sobre el cañamazo. Mientras reparaban, construían a la vez un tejido nuevo, firme, en el que todos los lazos formaban una misma malla, una trama tan fuerte como para sostener un mundo.

Categorías: Cultura

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