La comunidad que más crece en Argentina
Ana Kuo, directora de la Asociación Cultural China Argentina. Foto: Estrella Herrera
La Nación publicó un amplio informe sobre la colectividad china en Argentina, “la comunidad de una nación no limítrofe que más crece en nuestro país”. La periodista Gabriela Cicero habla de la impronta taiwanesas (“los taiwaneses llegaron primero” y “fueron y continúan siendo los grandes difusores de su cultura”) y analiza los migrantes de Fujian, quienes “se aventuraron solos, hasta consolidarse uniendo fuerzas con sus pares en los supermercados”, “después de algunos años de mucho sacrificio trajeron a sus familias” y “trabajan de
Cuando un chino va al Barrio Chino de Belgrano dice que se dirige a la calle taiwanesa. Una expresión que confunde al argentino promedio, incluido el que se precia de diferenciar un plato de chao fan de un chao mein, así practique tai chi al amanecer y no se pierda una sola fiesta de Año Nuevo de la calle Arribeños. ¿Cómo calle taiwanesa y no china? Aunque se esté revirtiendo, esto siempre fue así, porque los taiwaneses llegaron primero a la Argentina, en los años 60 y 70. Fueron y continúan siendo los grandes difusores de su cultura, por medio de escuelas, asociaciones, gastronomía, artes marciales y centros religiosos dentro y fuera del barrio, que empezó a cobrar forma en los años 80. Sólo que el 99% de los taiwaneses no se considera chino. Comparten una larga historia milenaria, pero fue en la Segunda Guerra Mundial cuando tomaron otro rumbo: ante el avance del comunismo en el continente, el partido nacionalista Kuomintang se replegó en la isla de Taiwan. Para los chinos fue una provincia rebelde en principio respaldada por los Estados Unidos, pero la historia es demasiado larga y los tiempos cambiaron para todos.
Mientras los argentinos nos deleitamos con sus sabores típicos y sacamos provecho de sus excelentes pescaderías, pocos advertimos la transformación del Barrio Chino con el ingreso de las últimas corrientes migratorias. La comunidad taiwanesa es cada vez más chica (la gran mayoría se fue con las crisis económicas de fines de los 80 y de 2001) y en los 90 comenzó a impactar la oleada continental, en su mayor parte procedente de la provincia de Fujian, la corriente migratoria más importante que tuvo la Argentina de un país no limítrofe en los últimos tiempos (si había 10 mil chinos en 1999, en la actualidad se estiman unos 120 mil). Según el Ministerio del Interior y el Departamento de Inmigración de Argentina, 60.000 chinos llegaron a partir de 2005. El 80% vive en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, mientras que un 20% formó colonias agrícolas en la provincia de Formosa.
“Muchos taiwaneses abandonaron la Argentina por la hiperinflación. Tengo amigos que en esa época se fueron a Canadá y Estados Unidos”, cuenta Alejandro Cheng, de 36 años, nacido en la Argentina, hijo de la cocinera taiwanesa Yie Pi – Sia, de Todos Contentos, el primer restaurante que inauguró allá por 1989 y que se mantiene como el alma del barrio con sus recetas familiares. “Éramos todos taiwaneses hasta 2006, que fue cuando entraron los chinos: a falta de personal taiwanés, los propietarios de los locales comenzaron a contratar chinos en restaurantes y regalerías, porque no está en la preferencia de los padres taiwaneses tener a sus hijos en sus negocios. Ellos te inculcan que hagas una carrera, completes sí o sí la Universidad. El chino que viene a la Argentina, lo digo sin desmerecer a nadie, llegó del interior de China, no de grandes ciudades, y no está mentalizado para el estudio, aunque sí para el trabajo. Crecen y tienen que empezar a trabajar”, sostiene Cheng, que también admite que “al principio tomaba distancia del chino, pero después me fui adaptando, los vas conociendo. Pero no hablamos de política, es un tema tabú -continúa-. En cuanto a los negocios, ellos tienen más coraje para emprenderlos, por eso les va tan bien. Si tienen que abrir uno pegado a un asentamiento, no tienen ningún problema”.
Las migraciones fueron distintas. Mientras que los taiwaneses venían en familia y con capital, los hombres chinos se aventuraron solos, hasta consolidarse uniendo fuerzas con sus pares en los supermercados. Y después de algunos años de mucho sacrificio trajeron a sus familias.
Todos los que compramos en supermercados chinos lo sabemos: trabajan de
Una vez que ingresaron al Barrio Chino imprimieron su propio sello. Primero instalaron una fábrica de tofu, después se dedicaron a las regalerías y pequeños locales de comida al paso, de los que cuelgan desde lo alto de la parrilla patos laqueados. Luego abrieron su primer restaurante, La Muralla China, y también incorporaron un nuevo rubro: la venta de ropa que la misma comunidad consume especialmente los fines de semana, afín a su gusto, con ciertas extravagancias, ya que a la ropa argentina la consideran demasiado simple y la moldería es más acorde a sus siluetas, de caderas más estrechas. “Yo estoy acostumbrado a la ropa que se usa acá, pero a veces los veo y me pregunto de qué se disfrazaron”, dice Alejandro, que sin saber mucho de moda no sale del asombro al mirar por la ventana de su restaurante los fines de semana.
Claro, se visten como en China: usan minishort con medias negras de encaje, zapatos con taco brillantes y más encaje. Si se tiene la posibilidad de ingresar a sus locales de ropa, seguramente se encontrarán con empleadas jóvenes, muy lookeadas, con poca tolerancia si de un argentino curioso se trata. De hecho hay showrooms identificados solamente con ideogramas chinos. Una sola remera de buen gusto puede albergar en su cuello encaje, perlas grandes y piedras brillantes. Menos apliques sabe a poco.
La salida china de fin de semana suele ser: mientras ellas van a la peluquería, en la larga espera, porque van muchas (no tienen tiempo libre en la semana), los hombres toman algo con los amigos. Hacen las compras y regresan a sus casas.
ESCENAS DE TODO BARRIO
Todo supermercado es un micromundo. Suena la música oriental, el dueño está sentado cerca de la puerta, supervisando adentro y afuera. Los jóvenes inquietos reponen mercadería y trapean mientras conversan animados entre ellos, y las mujeres suelen manejar la caja con un escaso dominio del español. Hay supermercadistas más sociables que otros. Pero romper el hielo es tarea difícil en líneas generales. En su afán de practicar el idioma, muchos argentinos que estudian chino se interesan en lograr una mayor proximidad hacia esta comunidad.
Leonardo Acevedo, que aprendió chino y cursó ingeniería informática en Taipei, Taiwan, cuenta que después de varios infructuosos intentos y posteriores enojos logró entablar amistad con los chinos de la vuelta de su casa. “Antes había mucha mala onda. Hasta que un día fui con una remera con un chiste escrito en chino. Una de las chicas se rió y empezamos a hablar -relata Leonardo como si se tratase de una hazaña-. Los chinos en general son menos dados que los taiwaneses que conocí, quienes están hace más tiempo y prácticamente argentinizados.”
Julio Croci, responsable de la Dirección General de Colectividades, destaca lo difícil que resulta recabar información sobre los chinos, ya que es una comunidad bastante hermética y no hay muchas instituciones culturales que los agrupen. La mayoría son taiwanesas. “La vemos como una inmigración con mucha capacidad de organización comercial, que conserva sus tradiciones en la vida diaria, piensa en estar de paso y luego se va arraigando -expresa-. Observamos que los taiwaneses se están yendo y están entrando chinos. Pero con la devaluación de la moneda y la imposibilidad de girar fondos al exterior se presentan dificultades para las corrientes migratorias en las que el hombre gira dinero a su país de origen, para su familia.”
Construir su casa en China, que muchos lograron hacer realidad, evidencia esta necesidad de volver. También la práctica de separar de sus padres a los hijos pequeños nacidos en la Argentina, enviándolos a China para que aprendan el idioma y se nutran de su cultura. Se los deja en brazos de sus abuelos o tíos, porque aquí no hay quien pueda cuidarlos mientras trabajan y quieren que adopten las raíces originarias, sin perder la documentación argentina ya obtenida.
La paradoja es que si vuelven a los 10 años a la Argentina, siempre se verán como extranjeros en su tierra. Al mismo tiempo hay muchos chinos criados en el país que vinieron a esa edad y ya no quieren irse. Como Sofía (o Lin Rong en chino), de 18 años, que hace siete que vive en Buenos Aires. Mientras trabaja en el supermercado y asiste al secundario, ya está contando los días para su viaje de egresados a Bariloche. Ama la pasta, la pizza, la tarta de jamón y queso, y el asado que su padre le sirve con chimichurri. Creció mirando Patito Feo y Casi Ángeles. Y no ve la hora de que la dejen ir a bailar con sus amigas argentinas. Una auténtica argenchina con planes de estudiar y permanecer en su país.
¿ADÓNDE ESTÁ EL GATO ARGENCHINO?
Originalmente japonés, el gato de la fortuna fue adoptado por los chinos, a tal punto que puede verse en restaurantes, comercios y hogares. Los argentinos también nos sumamos a la creencia: estos simpáticos animalitos dorados que mueven su patita izquierda traen dinero… o suerte. En los retratos de todos nuestros entrevistados, también está presente.
ANA KUO (42), Presidenta de la Asociación Cultural Chino Argentina. Origen: Taiwan. Llegó hace 30 años
Desde la Asociación Cultural Chino Argentina, en Montañeses al 2100, la taiwanesa Ana Kuo o Kuo, Szu-Chia, difunde la cultura tradicional china dejando a un lado cuestiones de fronteras. Allí se imparten clases de chino mandarín, tai chi, chi kung, caligrafía china, cocina y más. Junto a su hermana Carola están al frente de esta asociación civil que despierta el interés de los argentinos como nunca. “Hace cinco años, como no teníamos alumnos, implementamos el dos por uno. Nos reíamos de nuestro plan, que además de encontrar un loco que quisiera estudiar chino, tenía que sumar uno más. Hoy sí es común que vengan a estudiar.”
Ana representa a la generación de taiwaneses que llegó hace 30 años, prácticamente argentinizados y con su primera generación de hijos. “Nosotros dejamos atrás el régimen autoritario de Chiang Kai-shek y su hijo Chiang Ching-kuo. Buscábamos un país relativamente bueno, que aceptara migraciones. Mi papá tenía 40 y pico cuando vinimos. Hasta ese entonces, trabajaba en el negocio familiar: un estacionamiento de motos. Y como hijo mayor, él debía hacerse cargo de toda la familia, aun estando casado. Los padres recibían la mayor parte de la ganancia. La solución, entonces, era irse”, repasa Ana los motivos de la inmigración. Ella y Carola tenían 13 y 10 años cuando pisaron este país. Su madre rescató sus dotes de costurera para trabajar para coreanos y más tarde abrieron un supermercado.
De Taiwan le quedó sellada la desprotección de su primera infancia. “Yo iba y volvía sola de la escuela en primer grado y tenía que ir a buscar a mi hermana al jardín de infantes. A veces pensaban que cuando llovía su madre llegaría con el paraguas. Pero no. No iba ninguna madre.” Los chicos no tenían el lugar de privilegio que sí encontraron acá, cuando descubrieron que les festejaban los cumpleaños.
Ana pronto se adaptó a la vida porteña, aunque había diferencias. Mientras las compañeras de la escuela miraban novelas, ella prefería el cartoon. Las compañeras iban a bailar. Ella no. “Iba al colegio chino los sábados. Estudiábamos chino todo el día y leíamos a Confucio. Como no llegaban películas en video, en el centro cultural taiwanés veía films sobre un telón mal colgado. Todos Contentos era una cantinita, menos de la mitad de lo que es ahora. Y cocinaba un profesor. Recuerdo que volaba el trapo por arriba de la mesa. y mis fideos. Era lo más parecido a lo que se comía allá”, dice con mucho sentido del humor.
Hoy escucha música argentina y toma mate. “También voy al psicólogo. Eso es bien argentino.” Su asado se acompaña con arroz. ¿Lo que más le cuesta? Recibir chicos en su casa. La estresa. Lo ve como una pérdida de tiempo tener que estar cuidándolos. Muy a pesar de que, cuando era chica, consiguió permiso para ir a estudiar a la casa de una amiga. “¿Para qué? ¿No tenés mesa en casa?”, ironizaba su madre. Aun así, le costó desprenderse de la rigidez heredada frente al estudio, especialmente cuando le tocó criar a sus hijos. Ellos le pidieron disfrutar del tiempo libre como el resto de los chicos acá. Hoy, siempre que puede, les transmite a otros padres chinos la importancia de socializar. “Porque para los chinos, lo que más importa es el nivel académico. Es símbolo del éxito.” Basta leer el polémico libro Battle Hymn of the Tiger Mother, de Amy Chua: es una madre que cuenta cómo lograr la excelencia en la educación.
JUAN MARTÍN HSU (33), director de cine. Argentino, hijo de taiwanesa y chino
Toda la vida lo llamaron chino, pero es tan argentino como cualquier otro. “De chico estuve bastante conflictuado, no me gustaba ser chino. Pero en el secundario me empecé a adaptar y asumir una identidad”, cuenta Juan Martín Hsu, quien casualmente, o causalmente, se encuentra trabajando en la última etapa de realización de su ópera prima La Salada, cuya mirada se detiene en la vida de varios inmigrantes chinos, coreanos y bolivianos. Una ficción signada por aspectos de su vida. Como por ejemplo, de haberse mantenido despierto en medio de la noche porque en Taiwan es de día y su madre está allí trabajando.
La mamá de Juan Martín, taiwanesa, más de una vez se volvió a Taipei, pero ni él ni su hermano quisieron quedarse allá. La reconstrucción de su historia familiar es lo que más le cuesta. Depende mucho de lo que su madre cuenta, que no es mucho. “La historia de mi papá es complicada. Creo que llegó en los 60, aunque no puedo chequearlo porque no quedan familiares de su parte. Él era marino y desertó al bajar en el puerto de Buenos Aires. Supe que vivía en Taiwan y que era militar chino. Es confusa la historia”, reitera. Ni fotos tenía de su padre, hasta que consiguió una hace unos meses de manos de una tía, en su visita a Taiwan, entre otras búsquedas que hizo con cámara en mano. La madre las había tirado todas, enojada con su marido.
“Mi mamá vino por recomendación de una amiga, en los años 70, sola y con un hijo de un matrimonio anterior, porque estaba casada. Conoció a mi papá en el restaurante en Gascón y Corrientes que él tenía. Ella era su cajera. Se gustaron. Él le llevaba 30 años.” Lo más curioso, según Juan Martín, es que la mujer volvió a Taiwan. Tal vez a separarse. “Mi papá le mandó un pasaje para que volviera y empezaron a salir. Mi abuela le dijo que se viniera, porque le encantaba la idea de tener una hija en el extranjero. Cosa de chinos. Vino sola”, relata. En 1979 nació Juan Martín y luego su hermano. “Años después conocí a mi medio hermano”, explica.
Son historias de encuentros y desencuentros. De chico no quería saber nada con aprender chino. Fue a una escuela de curas y, como muchos otros varones, tuvo que aprender a defenderse. Sin embargo, le caía bien a un grupo de chicos más grandes, que lo protegían a cambio de chocolates.
El actual cineasta cuenta que siempre se vinculó con argentinos. “Yo nací acá”, aclara. Más allá de ese pasado que no logra terminar de reconstruir, hoy entiende bastante chino, aunque admite que le falta vocabulario y no lo sabe escribir. Algo muy común en la primera generación de argentinos.
Sobre los chinos en la Argentina, él cree que si los mandan de vuelta para el país asiático, aunque sea por unos pocos años, les resultaría difícil adaptarse a la cultura criolla en su regreso. De la misma manera que los chinos que pasan su adolescencia en una ciudad como Buenos Aires, sería cada vez más raro que se instalen luego en China. “A la larga, las generaciones se van a instalar”, infiere. Su caso fue inmediato.
FEDERICO CHEN (24), estudiante y DJ. Origen: Gansu
Fei llegó a Buenos Aires a los 9 años junto con su padre, quien viajaba de un lado a otro en busca de mejores ofertas laborales en negocios gastronómicos. “Vinimos de Gansu, una ciudad que en esa época no estaba muy desarrollada. Nos fuimos porque, como mi viejo era el más chico de la familia, quisieron darle un futuro mejor. Entre sus hermanos juntaron plata para el viaje”.
Fue durante su infancia cuando vivió con su mamá y también probó el rigor de la escuela china. “Como hay tanta gente existe mucha competencia, entonces tenés que saber algo extra. Para mí, los chicos no tienen una buena niñez. Yo no la tuve, por ejemplo. Era estudio, estudio y más estudio. Recuerdo que durante medio año no pude tocar el televisor para ver unos dibujos que me gustaban, porque tenía mucha tarea y deportes. Los padres chinos te quieren meter en todo. Mi madre me hizo hacer kung fu, canto y trompeta. Si uno presta atención, cuando los chinos vienen acá usan anteojos por tanta lectura. En las aulas, de
A su llegada, la escuela tampoco fue el paraíso. “Tardé dos años en aprender el español. A los 12 años me pusieron durante seis meses en primer grado con los chicos de 6 para practicar la pronunciación y de ahí me pasaron a cuarto grado. Siempre había alguno que me molestaba, con la típica burla de achinarse los ojos con los dedos. Al principio, cuando no entendía nada, sonreía. Pero la primera palabra que salió de mi boca fue un insulto. Alguien me dijo, decile hijo de… Y lo repetí. El chico se quedó asombrado y nunca más me molestó. Desde ahí no volví a tener problemas. Seguí para adelante.”
En esos tiempos, cuando ya estaba la familia reunida, nació su hermana. Otra vez tuvo que separarse de su madre. “Se fue a China hace 12 años, cuando mi hermana era muy chiquita.” De
La última vez que las vio a su hermana y a su madre fue en 2009, cuando su papá lo llevó para ver qué posibilidades podía tener sabiendo español, una gran ventaja en China. “Me mandaron solo a Pekín, donde conseguí trabajo en el Hyatt, todo un logro. Pero me volví. No me interesó quedarme. Se trabaja muy en solitario. Me gusta más la Argentina porque es más cálida. Por otra parte, cuando volví, aprendí a pasar música, la gente me empezó a querer un poco más y yo me hice más sociable.” Atrás quedó China, y otra vez la angustia de no tener el amor de su madre, que evoca tristemente en viejas canciones que ella oía durante su infancia.
De pasar a ser blanco de burlas, vivir encerrado, ir de la casa a la escuela o las tímidas salidas con sus compañeros a cibercafés, la vida de Fei pegó un giro rotundo. Lleva tatuado un murciélago en la nuca desde que descubrió la noche. Arrancó con la coctelería y más tarde, a pasar música oriental, especialmente de Corea. Quienes hayan visto la euforia y el griterío de adolescentes argentinas que despertó, en abril último, la agrupación coreana Super Junior (jóvenes que cantan y bailan coreografías en sincronía perfecta) entenderán por qué Fei se convirtió en una figura de la noche asiática vernácula. Él pasa toda la noche k-pop (pop coreano) en su mayoría, también j-pop (pop japonés) y c-pop (pop chino). “Hoy me siento un poco acosado”, reconoce y tras cada evento, como la fiesta Wop, que se hace todos los meses en el bar Ultra, se ve obligado a cerrar su Facebook. Y agrega: “Es que a muchas chicas argentinas les fascinan los orientales. Los ven perfectos, de caras muy lindas, con sus peinados y estilo de baile”.
Pero Fei también piensa en su futuro. Estudia Licenciatura en Comercio Internacional en la UADE y trabaja en un despacho de aduana. Actualmente, su padre trabaja en un supermercado en Cañuelas y él vive solo en Once. Cuenta que discutió varias veces con él, quien ya le compró una casa en China para cuando se case. “Una noche llegó de una reunión con sus amigos, se sentó en mi cama y me empezó a preguntar cuándo iba a ser abuelo. Y si me iba a casar con una chica oriental. Yo tenía 20 años. Es que a mi edad, en China, ya estaría casado. No sabía qué responderle, porque justo estaba saliendo con una morocha. Me fascinan las latinas”, dice con picardía. Y si tuviese que comprarse una casa, ya sabe dónde: “En Las Cañitas”, asegura.
XIARI (24), Estudiante de Arquitectura. Origen: Fujian. Llegó hace 10 años
Lin Xiari es Marcos. Su nombre significa sol de verano. Tenía casi 14 cuando llegó a la Argentina, en mayo de 2003, para reunirse con sus padres. Él se había quedado en Fujian, con sus abuelos, unos tres años. “Recuerdo que había mucha gente y ruido en todas partes. Vivíamos en el conurbano. Eran todas casitas viejas, no éramos una familia rica, ayudaba a mis abuelos en el campo, con el cultivo de batata, arroz y jazmín con el que se hace el té”, dice. Su papá vino a mediados de los 90, después de un frustrado intento de ingreso ilegal a Japón. “La fábrica de sandalias que tenía en Fujian se había fundido y estaba endeudado. Allá por la cantidad de gente, le resultaba imposible conseguir trabajo. Y le recomendaron la Argentina, por las posibilidades que ofrecía, además de que el
Vivió, como todo niño chino, la severidad de la escuela. Recibió castigos físicos hasta de su prima, que le había tocado en suerte como profesora. Cursó hasta segundo año del secundario. Y se recuerda sentado con la espalda erguida obligada en el banco de la escuela, como si fuese un régimen militar.
“Llegué pensando que la vida que me esperaba acá sería ¡guau! Otro mundo. Pero resultó que tuve que ayudar a mis padres en el súper.” Algo que hizo durante todo el secundario, hasta que se decidió a estudiar Arquitectura en la UBA. “No es trabajar, es ayudar a los padres. Son los deberes de los hijos. Siempre me mantuvieron. Tampoco ganaba un sueldo, pero me han dado dinero siempre que necesité. No puedo decir nada, me compran de todo.” Su última recompensa fue un auto con el que va y viene de la Facultad para trasladar cómodamente sus láminas y maquetas. Ya está en segundo año de la carrera. Hace cursos de verano y nada lo detiene hasta que cumpla con su objetivo a corto plazo, que es recibirse, trabajar en un estudio y tener su propia casa diseñada por él.
Xiari dice que tuvo la suerte de que su padre no lo obligara a hacer cosas que a él no le gustaban. “A muchos les sucede. Obedecer a los padres es un valor para los chinos. Se ve en las decisiones familiares que toman, como cuando envían a los menores a educarse a China. La mayoría lo hace, en un 90 por ciento”, asegura. Los chicos deben tener un año o dos y permanecen allá dependiendo de cómo marchen los negocios. “Si les va bien, venden y se vuelven todos para China. Mi situación es distinta. Creo que voy a seguir viviendo en la Argentina. Para mis padres, sí, la raíz está allá. Nacen allá, trabajan acá y mueren allá. Todos vienen con la mentalidad de venir, trabajar y volverse”, sostiene.
Respecto de su vocación por el estudio -a diferencia de muchos otros jóvenes de Fujian que privilegian el trabajo- cree que fue influencia de su madre, profesora de inglés. Confiesa que siente nostalgia por los amigos de la infancia. Difícilmente pueda volver a encontrarlos en las calles del barrio. Hoy todos ellos están repartidos por Estados Unidos, Australia y Japón.
La nota en La Nación
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