Un taoísta en el Abasto
El periodista y sinófilo Camilo Sánchez trazó en la última edición de la revista Dang Dai una magistral semblanza del maestro de Tai Chi Chuan y médico Wang Tsing, quien vivió en Buenos Aires a fines de los ’70, atendió 6000 pacientes, dio clases a dramaturgos, músicos y otros artistas, alcanzó una celebridad que lo llevó a las páginas de las revistas First y Playboy, y al fin volvió a China.
El artículo rescata también relatos de algunos de sus alumnos.
Wang Tsing fue una contraseña en el Buenos Aires de fines del siglo pasado.
El músico y cantautor Miguel Cantilo llegaba con un sobretodo azul, en las templadas mañanas de julio, a un galpón desvencijado en el barrio del Abasto donde funcionaba, un poco pomposamente, el Centro de Cultura China Clásica. Miguel llegaba abrigadísimo, como todos, con bufandas y gorros de lana y Wang recibía en ese lugar, la sonrisa indeleble, con una remerita blanca.
A esa hora, las ocho y cuarto de la mañana, ya Wang había regado su quinta montada sobre pilotes en la terraza de su casa, había sacado a volar a sus palomas, había desayunado un licuado que improvisaba con verduras y leche, y hasta había hecho su primera sesión del día de Tai Chi Chuan.
Lito Cruz, el actor, maestro y director de teatro, lo veneraba a instancias de su esposa, una peruana intensa que no se perdía una sesión de Tai Chi, y que justamente llevaba un sobrenombre acorde a su devoción: China. Ellos, China y Lito Cruz, lo llevaron al estudio del actor para que, antes de las clases de interpretación, los alumnos hicieran los movimientos clásicos de lo que él llamaba, taichi, nadar en el aire.
Eran tiempos en que Wang Tsing daba clases en el Abasto durante la semana y los sábados en el Rosedal de Palermo y también en la Facultad de Derecho, a la que no entendía del todo. “¿Para qué sirve un abogado? ¿Qué produce?”, solía preguntarse en voz alta.
El periodista y poeta Alejandro Rodríguez Bustamente abrió las puertas de la casa de Wang, en Lavalle al 3500, a varios periodistas porteños a los que el joven anciano chino cautivó con sus tés extravagantes, el cultivo de las orquídeas, sus dedos desatando como si nada algún nudo en las cervicales y su estado, siempre vital, alentado por su devoción nada disimulada por la energía femenina. Enseguida le llamaban Maestro, término que él recibía con cierta desconfianza, y su historia se llegó a publicaron en revistas lujosas como First y hasta Playboy le dedicó como ocho páginas.
Wang, que tenía cuando enseñaba en buenos aires una edad indescifrable, había nacido en Anhui, una región humilde de China, y desde niño sus padres lo enviaron a estudiar a un templo que conducía el maestro Zheng Manqing, donde aprendió las cuatro ramas tradicionales del taoísmo: Tai Chi Chuan, poesía clásica, medicina y caligrafía.
Agrónomo, nunca había ejercido esa profesión ni en Brasil, donde vivió varios años, ni en Buenos Aires donde recaló a fines de los ’70, para atender alrededor de 6000 pacientes que trataron de entender su explicación sobre los 14 meridianos del cuerpo y unos pocos que trataban de imitar sus movimientos.
El explicaba que la lentitud se convertía, con el tiempo, en el mejor certificado de velocidad y que la belleza no tenía que ser ajena a la contundencia. Cuando un alumno de Tai Chi Chuan, porteño y ansioso, reconocía que se sentía ajeno y torpe a la hora de aprender esos movimientos con miles de años de historia, Wang sonreía.
-¿Se siente un poco tonto? -preguntaba.
Ante la respuesta afirmativa del alumno, Wang Tsing lo golpeaba levemente en la espalda, como empujándolo al ruedo.
-No hay problema. Son los primeros diez años -decía-. Después pasa.
A fines de los ’90, aquejado por una enfermedad, Wang regresó a China.
Lo que sigue son relatos rescatados por algunos de sus alumnos y publicados en la revista Nagual, en 1992.
Ocultar no es mentir
El nuevo alumno llegaba del Taekwondo o el Aikido. En el círculo, después de una larga forma lenta, se atrevió a preguntar por qué en Tai Chi Chuan no se usa el cinturón que denote el saber aprendido.
Wang se quedó en silencio una ráfaga de segundo.
-Si uno tiene dinero -dijo- no lo lleva en las manos sino en los bolsillos. Si uno tiene bastante dinero, no lo lleva en los bolsillos, lo guarda en la casa. Si uno tiene mucho dinero no lo guarda en la casa, lo lleva a un Banco. ¿Por qué andar con un cinturón, a la vista de todos, que muestre lo que uno sabe?
Trajines cotidianos
Wang es un hombre de paciencia, de paciencia china. Lento desliza su automóvil por las calles del Abasto. Por eso mismo, el alumno se sombra de verlo conducir a tan alta velocidad por la Costanera, en dirección del Aeroparque Jorge Newbery. El maestro lo mira de reojo.
-Si van despacio, Wang va despacio.
Levanta los hombros y sonríe.
-Si van rápido, Wang va rápido.
Hueso duro de roer
En China, cuenta, de niño, vio morir a un tigre.
Wang ejerce el relato con todo el cuerpo: se arquea, fija la mirada en el entrecejo apretado, se bambolea entre la fiereza y la serenidad.
-No se entregan -dice- ven llegar la muerte y no se entregan.
Tal vez por eso, deduce, después, los huesos de un tigre cuestan fortunas. Una sopa de esos huesos, cuenta, revive moribundos.
El dios más cercano
El profesor de Filosofía, que ronda los 60 años, tiene cortocircuitos con su cuerpo. Le envía consignas que no llegan a destino. Después de la clase de Tai Chi Chuan, se excusa.
-La verdad es que me he dedicado mucho a la Filosofía y me olvidé de mi cuerpo -dice.
-Yo al contrario: como me he dedicado mucho a la Filosofía me he dedicado mucho a mi cuerpo -responde Wang.
El poder de la mirada
Antes de la clase, Wang habla de la importancia de la mirada.
“Primero se mira la mano, con el tiempo un dedo de la mano, con muchos años de práctica un punto del dedo de esa mano”, explica.
Después de la secuencia de Tai Chi Chuan, cuenta.
-La tortuga de agua siempre pone ocho huevos. Si se le tapan seis de esos huevos y la tortuga sólo puede mirar los dos restantes, van a nacer nada más que esas dos tortuguitas.
Un silencio se instala en el lugar.
La mirada -dice, y mira a todos, uno por uno- es energía.
El hombre es como el oso
Antes de una clase, Wang -los pies como sopapas en el piso, las rodillas dobladas, leve el resto del cuerpo- se bambolea en su sitio. Parece un junco abandonado a rachas de viento preciso de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Parece el gesto, sereno a la vez y desafiante, de uno oso de los que aparecen en Animal Planet.
Alguien se lo dice.
“Este movimiento fue copiado del oso, que en China es un animal respetado porque pasa hasta ocho meses sin comer. Y es por esta postura que no le falta energía”, explica.
Sin palabras, todos comienzan a repetir el movimiento.
Es pequeño el ojo de la cerradura
El hombre, dueño de varios restaurantes y hoteles, llegó a la clase con dolores en la espalda.
Wang le tocó el pecho y dijo, sencillamente, una sola palabra: angustia.
Pareció mover una llave secreta. El señor rico reconoció que andaba sin rumbo en los últimos tiempos. Muy exigido.
“Debe ser difícil”, dijo Wang, y lo miró. “Se puede tener muchos restaurantes, pero no se puede comer más de un plato de comida, o dos. Se pueden tener muchas casas, y recorrerlas, pero a la hora de dormir, uno se acuesta en un solo cuarto, en una sola cama. No se puede dormir en varias camas”.
Blando, blando como un látigo
El joven, ansioso, indaga sobre los tiempos y utilidades del Tai Chi Chuan.
-Poquito a poco -le dice Wang.
Cada día de práctica, le explica, es como una hoja de este libro y toma una guía telefónica de la mesa.
-Es finita. ¿Qué puede hacer una hoja? -pregunta.
Cada día de práctica, insiste, una hoja. Y cuando son muchas, se acumulan y entonces sí, se puede hacer algo…
Wang, entonces, levanta la guía telefónica y, efectivo, amaga pegarle con ella en la cabeza al aprendiz.
Revelado no es claro
Oculto no es oscuro
El maestro, antes de una secuencia, explica que es importante que la mente acompañe cada movimiento de la danza del Tai Chi Chuan: suelta, no abandonada; presente, no adueñándose de todo.
-La mente es como un gorrión entre las manos -dice, mientras cierra las palmas, como si ellas abrazaran un pájaro. Si apretamos mucho, el gorrión muere; si abrimos demasiado, el gorrión se va.
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