La encrucijada de Taiwán
Por Lucas Martín Albornoz.- El pasado 13 de enero se confirmó la continuidad del Partido Progresista Democrático (PPD) en el poder ejecutivo de Taiwán. La candidatura de Lai Ching-te (foto) se impuso con un 40% de los votos frente a los candidatos del Kuomintang (KMT) y el Partido Popular de Taiwán (PPT), Hou You-yi y Ko Wen-je respectivamente.
El fracaso de la oposición para capitalizar el descontento de la población con el partido gobernante, se vio cristalizado en la incapacidad para integrar una fórmula única. Por ello, la continuidad de la coalición verde (línea que aboga por la soberanía y la independencia de la isla) está asegurada, a pesar de la retórica antibelicista de la coalición azul (línea que reafirma el principio de «una sola China») que buscaba prevenir a los ciudadanos de un peligro inminente. ¿Es inminente?
Los especialistas más asertivos han definido la victoria de Lai Ching-te como el triunfo del independentismo sobre la reunificación con el continente. El resultado electoral entonces sería la chispa que desencadena la renuncia del continente por la reunificación pacífica, y la puesta en marcha de los planes militares para hacerse con el control efectivo de Taiwán. Así, finalmente, se cumplen las previsiones de la seguridad estadounidense, y la comunidad internacional es testigo de la apertura de un nuevo frente en el Estrecho de Taiwán. ¿Cuál es el nivel de precisión que tiene este análisis de los acontecimientos? Sin duda, la cantidad de adeptos a un discurso, en las esferas del ámbito académico y político, no brinda pruebas de la veracidad de su contenido. Un reloj descompuesto da la hora exacta al menos dos veces al día. Fuera de proverbios, afirmar que China invadirá la isla, en un contexto de abierta retórica militar por parte de Estados Unidos, a todas luces parece factible. La representación del conflicto como una “nueva guerra fría”, donde la ideología prima sobre el resto de factores, es la causa de la malinterpretación del propio conflicto. Si nos alejamos del eje ideológico, el problema está en confundir los intereses estadounidenses en cuestión con la integridad territorial de un Estado que, a pesar de existir de facto, no tiene un reconocimiento diplomático mayoritario.
La implementación de una democracia plena en Taiwán tiene orígenes en los años ‘80 y ‘90, con la muerte del general Chiang Kai-shek y el período de transición hacia nuevos liderazgos políticos. El apoyo estadounidense a la causa de los nacionalistas, en cambio, reconoce tanta anterioridad que se inscribe en el incipiente mundo bipolar de 1945. La derrota de los nacionalistas (anticomunistas) y su expulsión a la isla de Taiwán configuró un escenario regional que se mantiene parcialmente hasta hoy. Sin embargo, digo parcialmente porque hubo dos sucesos cruciales que modificaron el panorama: la ruptura sino-soviética (años ‘50) y el ascenso de Deng Xiaoping (años ‘80). Ambos, por razones diferentes, proveyeron las condiciones necesarias para un acercamiento político-económico entre la República Popular China y los Estados Unidos. El reconocimiento internacional de la República Popular (1971) y la aceptación del principio de «una sola China» fueron resultados de este acercamiento. Como vemos, siempre han primado los intereses políticos y económicos por sobre los ideológicos.
Además, el principio de «una sola China» logrado luego del Consenso de 1992 implicó que la disputa adopte un carácter endógeno (es decir, entre ciudadanos que se identifican como miembros de un mismo pueblo), tal como sucedió con Hong Kong y Macao. Esta es la cuestión central que todos los análisis soslayan inconsciente o deliberadamente. La reunificación territorial no sólo significaría reparar las consecuencias de la guerra civil china, sino también culminar por completo con los resabios de aquellos años de humillación ante las potencias imperialistas (los Qing fueron derrotados ante el Imperio del Japón y cedieron su soberanía sobre Taiwán y otras islas con la firma del Tratado de Shimonoseki en 1895). La legitimidad de los reclamos se deduce de esta cuestión, ya que ambos Estados reivindican la soberanía sobre el territorio controlado anteriormente por la China imperial. En este caso, el Estado reconocido internacionalmente es quien busca salvaguardar su soberanía sobre la isla de Taiwán y, por lo tanto, recurre a la amenaza militar como recurso en última instancia para ello.
El resultado electoral
Una vez descubierto este nudo gordiano, analicemos la naturaleza de las elecciones en Taiwán. La avidez que condujo a celebrar la victoria soberanista del PPD obvió que el 60% del electorado optó por una oposición dividida (un 33,5% para el KMT y el 26,5% restante para el PPT). Por otra parte, el órgano legislativo tuvo una configuración más repartida: 52 bancas para el KMT; 51 para el partido gobernante; y 8 para el PPT. El cuadro de 113 legisladores lo completan dos diputados independientes. La presidencia del Yuan Legislativo quedó en manos de un representante del Kuomintang, Han Kuo-yu, lo que evidencia el nuevo equilibrio de poder. Como señala Xulio Ríos, se espera que el presidente electo, Lai Ching-te, continúe con la agenda de la presidenta saliente, Tsai Ing-wen, y refuerce el acercamiento político a Estados Unidos, en vista de obtener beneficios en materia diplomática y militar. Sin embargo, la «ambigüedad estratégica» de Washington y la división de la ciudadanía en torno a la independencia, son elementos que imposibilitan cualquier simplificación de la cuestión. A pesar de que las nuevas generaciones tienen menor simpatía con el continente, ello no conduce a que toda la isla quiera verse enredada por una guerra entre China y Estados Unidos. De hecho, las encuestas revelan que alrededor del 80% de la población busca preservar el statu quo. Ni la independencia, ni la reunificación inmediata, son opciones viables —y deseables, aparentemente— para los taiwaneses.
Por otra parte, la «ambigüedad estratégica» en la política exterior estadounidense responde a una tensión estructural entre la búsqueda de paz y la conservación de la hegemonía. Mientras que la paz requiere la moderación militar y la interdependencia económica, la hegemonía impone una dinámica confrontativa, tanto en su dimensión militar (pensemos en AUKUS, la alianza entre Australia, Reino Unido y Estados Unidos), como en su dimensión económica (pensemos en la guerra comercial iniciada por Donald Trump, que obtuvo resonancia en Europa con las políticas de derisking contra China). Nuevamente debemos reconsiderar los intereses en juego. La industria tecnológica de Taiwán constituye un 64% de la producción mundial de semiconductores, y el Estrecho de Taiwán tiene un papel indispensable en la cadena global de suministros. No podemos disociar la importancia estratégica de Taiwán, un territorio étnicamente chino y que se encuentra frente al continente asiático que protege su soberanía, para los intereses hegemónicos de Estados Unidos. Si bien una crisis político-militar tendría efectos inmediatos y provocaría una crisis económica general, puede que sea el precio a pagar para la seguridad e inteligencia estadounidense, en el contexto de emergencia de un nuevo orden multipolar.
Esto último nos conduce a reflexionar sobre cuáles son los intereses en juego para China. Ante todo, las elecciones nos indican el agotamiento de la estrategia de la reunificación pacífica, dirigida por los lazos económicos y culturales a ambos lados del Estrecho. La incapacidad de los partidos opositores (KMT y PPT) para efectivizar en una fórmula única sus advertencias de riesgo militar, le quitan valor al propio discurso antibelicista, revelando que no existe la inevitabilidad del conflicto. Además, la interdependencia económica entre Taiwán y EE.UU. se incrementa continuamente, y las rispideces entre el gobierno taiwanés y el gobierno chino se materializan en la reducción de las preferencias arancelarias. Se mantiene también el alto porcentaje de población que se considera taiwanesa antes que china. En este sentido, se ha sugerido que la cuestión de Taiwán necesita de un nuevo enfoque que presente alternativas políticas tanto para el continente, como para la isla. Asimismo es necesario reforzar, y no sólo en el plano político, cuáles serían las desventajas de una solución militar para el conjunto de los actores, incluidos los Estados que deberían adoptar una posición en el choque de fuerzas.
Resumiendo, las elecciones taiwanesas no nos han dejado claro el porvenir. Al contrario, la complejidad de un electorado dividido que no desea la independencia, ni la reunificación inmediata, nos plantea una encrucijada que exige a los políticos una gran dosis de ingenio y pragmatismo. Por supuesto, estos requerimientos exceden a los propios taiwaneses e incluyen a los círculos más preponderantes de la política estadounidense y china. En el mundo de vanguardia que encabeza la cuarta revolución industrial, con notables progresos tecnológicos vinculados a la automatización industrial y la proliferación de las I.A., nos encontramos que estos avances pueden estar a la orden de las necesidades de guerra. Ante esto, los análisis políticos no deben convertirse en un instrumento para vehicular estas demandas, sino que deben revelar las disyuntivas de un mundo repleto de intereses en juego.
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