La oportunidad de Sam
Gustavo Ng, desde Beijing. Estoy en Beijing trabajando en un Programa de la Asociación de la Diplomacia Pública, que ha invitado a unos veinte periodistas de América Latina y el Caribe. En el grupo, todos parecemos provenir de sectores sociales medios. A mí me crió un viejo gallego entre perros y gallinas al lado de un arroyo en el campo.
Por otro lado, un funcionario chino que nos recibió para charlar abiertamente, era un hombre muy flaco que dijo: “cuando yo era chico, aquí había hambre”, y era evidente que él mismo había sufrido carencias.
Cuando le expusimos nuestra opinión sobre el pobre desempeño de China en la comunicación externa, antes que negar nuestro punto de vista, nos pidió que explicáramos mejor por qué decíamos eso y nos escuchó atentamente, mientras su asistente tomaba apuntes.
En el grupo está Samuel Sukhnandan, que es parte de la Agencia Estatal de Medios de Comunicación de Guyana. Es un trabajador incansable. Todo el tiempo está produciendo notas para la cadena de televisión de mayor cobertura de su país y envía notas para el Guyana Chronicle, el diario más leído.
No vive en Georgetown, la capital, sino en un pueblo de la costa llamado Mon Repos. Su abuela es china y de niño no le gustaba que lo identificaran como chino, pero hoy comprende que “no vemos desde nuestros países a la China que vemos aquí”.
“Los occidentales sólo tenemos estereotipos sobre China. ‘El comunismo es lo peor del mundo’, es la afirmación con la que me adoctrinaron cuando era niño, pero estando aquí descubro que la mayoría del pueblo chino no se siente oprimido por el comunismo. Incluso diría que para China su sistema es el más adecuado”.
Sam estudió en la Fundación Thomson Reuters y en la Universidad Nacional Abierta Indira Ghandi, es periodista desde hace 15 años y está orgulloso de haber trabajado también en Santa Lucía y en las Islas Vírgenes Británicas.
También observa sobre China que “los chinos no son tan tradicionales como se cree. Sobre todo en las grandes ciudades. Su método de pago es más efectivo que el de algunos países occidentales. Usan la billetera WeChat, que es muy conveniente, el sistema de trenes es genial y la mayoría de sus mujeres siempre están vestidas a la moda. China está evolucionando rápidamente y es simplemente diferente, por lo que la gente a menudo la malinterpreta”.
En la rutina del Programa que compartimos lo veo siempre feliz: come todo con dicha, mira todo con curiosidad, va por donde lo llevan con mansedumbre entusiasta.
Sam no parece provenir de una clase acomodada. China lo invitó a este programa y también al Foro de Civilizaciones, que tenía como marco un lugar que parecía el palacio donde se entrega el premio Nobel.
Sam se dejó llevar hacia su lugar por una chinita tan delicada y perfecta como una diosa de porcelana blanca. La chinita lo condujo hasta la mesa de adelante, la que estaba inmediatamente detrás de los sillones en los que estarían sentados embajadores y ministros. Con un gesto leve le señaló un asiento. Sam le agradeció, se sentó, y vio que en la mesa había un cartel con su nombre.
En aquella charla con el funcionario, en un momento nos dijo: “en algunos aspectos somos el país más desarrollado del mundo, pero en otros, somos como ustedes, un país en desarrollo, o sea, que aún se está desarrollando. Intentamos mejorar nuestra comunicación con otros pueblos. Ayúdenos”.
China da oportunidades. Ese funcionario empezó de muy abajo. La hija de un amigo de la infancia de mi padre, que era un campesino entre millones que se pasó la vida cultivando arroz descalzo, inclinado sobre el campo inundado, es una operadora de la bolsa de Shanghai que podría comprar toda entera la villa donde vivía con su padre de niña. Y Sam y yo estamos aquí, invitados. Nos han pagado un pasaje en avión a un costo exorbitante en medio de la pandemia, nos dan un departamento lujoso, ponen a nuestra disposición asistentes y nos facilitan un estipendio para nuestros gastos domésticos.
Si China se hubiera desarrollado de otra manera, ninguna de las cuatro personas que acabo de nombrar, estaría donde está en el día de hoy. Y somos millones.
China da oportunidades, o más bien habría que decir que ofrece oportunidades que pueden ser tomadas por quienes trabajan intensamente para aprovecharlas.
La competencia en China para conseguir un buen puesto de trabajo, una buena casa, un auto lujoso, una escuela prestigiosa para los hijos, una vida holgada que permita viajar por todo el mundo y comprar obras de arte, es ardua. Incluso puede ser feroz. Al entrar en el juego global, China abrió de par en par las puertas para que entraran desatadas las fuerzas del mercado.
Durante 40 años China ha domesticado el capitalismo neoliberal que en el resto del mundo está resultando ser un sistema de explotación devastador. El Partido Comunista Chino lo ha usado como motor de desarrollo y lo ha hecho con tanta eficacia que, siendo una economía gigante, creció a una velocidad trepidante, sólo concebible para un paraíso fiscal.
No es necesario describir el milagro económico chino, todos lo conocemos. Cada detalle agrega incredulidad, desconcierto y una sensación algo hipnótica.
Pero si atravesamos la maravilla, empieza a habilitarse la pregunta de para qué.
¿Para qué China crece frenéticamente? ¿Cuál es su objetivo de su desarrollo? ¿El objetivo es el desarrollo en sí?
Una profesora china de Economía nos preguntó a los periodistas: “Ustedes conocen esa frase que se le atribuye a Deng Xiaping, la de que no importa que el gato sea negro o blanco, lo importante es que cace ratones. Negro es el capitalismo, blanco es el socialismo y los ratones son el desarrollo económico”.
Algunos puntos de vista cuestionan esta conclusión. Por un lado, están quienes sospechan que el crecimiento tiene un objetivo geoestratégico: China busca convertirse en el nuevo imperio predominante, que derrotará a Estados Unidos y sus aliados y se adueñará del mundo.
Por otro lado, hay quienes han sacado a luz otras expresiones de Deng Xiaoping, el presidente que abrió las puertas de China para que el país se enganchara con la máquina neoliberal. A principios de los años 80, cuando en Occidente se bramaba por el triunfo del Capitalismo sobre el Comunismo, con su voz esmeradamente modesta, Deng decía que la Apertura y Reforma de China no debía ser interpretada como un disimulado abandono del socialismo. Aseguraba que China se desarrollaría con las herramientas a disposición en el mundo para conseguir realizar los objetivos socialistas, entre ellos terminar con la pobreza. “La pobreza no es inherente al socialismo. No hay socialismo con pobreza”, dijo Deng.
Desde aquel momento, el país ha sacado de la pobreza a más de 800 millones de personas (en cifras homologadas con las del Banco Mundial).
Y hace un año y medio, tres décadas después de las palabras de Deng, China declaró el final de la pobreza extrema (que en Argentina llamamos indigencia).
El fin de la indigencia en el país más poblado del mundo, uno de los hechos sociales más impactantes de los últimos siglos, no sólo para China, sino para toda la Humanidad, pasó perfectamente inadvertido por los medios de comunicación occidentales, en una de las muestras más rotundas del estado de nauseabunda falsedad informativa en que vivimos.
Es un hecho que revoluciona la historia, la política, la filosofía, la economía, la cultura, y obliga a replantear todo. Si algo de su dimensión hubiera penetrado el sentido común de Occidente, estaríamos analizando que hay un desfasaje entre la noción de que el desarrollo de China tiene como objetivo el desarrollo en sí mismo y el hecho de que haya terminado con la indigencia en su sociedad.
Nos estaríamos preguntando si el objetivo del desarrollo no era, en lugar de la entelequia económica del “desarrollo virtuoso”, terminar con la pobreza extrema.
Que no haya viejos sin remedios.
Que todos los chicos vayan a la escuela.
Que no haya mujeres que deban ceder su porción de comida al marido porque la comida no alcanza.
Que tres generaciones de una familia deban vivir hacinadas en 16 metros cuadrados para siempre.
¿Debemos creer que el fin de la pobreza es un efecto colateral del desarrollo? ¿O un efecto colateral de la construcción de China como imperio mundial?
Parece un pensamiento típico de los más acérrimos guerreros de Estados Unidos, una idea paranoica a la que se le puede contraponer la noción de que tal vez haya algo de verdad en que la prioridad es la gente.
El objetivo de que ninguna persona tenga hambre es plenamente humanitario, y un sistema que tiene como prioridad que todos tengan una vida digna es humanista.
Y el humanismo es el quid del socialismo.
Si manejamos la hipótesis de que China se desarrolló para que su población viviera mejor (es formidable que esto nos parezca sospechoso), nos llama la atención que China, en su discurso, monolítico, cerrado, emitido como una orden, tal cual son emitidos los slogans propagandísticos del socialismo, no mencione la palabra “humanista” ni “humanitario”, ni “humanismo”.
¿Cuáles son las razones de esta omisión?
Es posible que la modestia en el frente internacional establecida por Deng Xiaoping (“ocultar nuestras capacidades”, “mantener un perfil bajo”) y la prevención de que China sea acusada de propagandística expliquen en parte este fenómeno. Pareciera tener mayor influencia el hecho de que la apuesta china a su desarrollo y proyección internacional tuvo como terreno casi exclusivo la economía. El pensamiento y el lenguaje que ha usado China desde hace 40 años es economicista –que concibe a la economía menos como una ciencia social, que como una técnica. La intensidad con que China se enfocó en la economía explica que la clave economicista haya tomado todas las áreas de la realidad.
Un lenguaje técnico, por otro lado, siendo menos ambiguo y más objetivo, facilita la comunicación y además sintoniza con la vocación positivista del socialismo.
Finalmente, no debería descartarse una falta de comprensión del público occidental por parte de China. Mientras el público chino ya sabe que su Gobierno busca el bien de la gente (porque eso está en el basamento confuciano, que manda que el gobernante es bueno), los occidentales, en cambio, parten de la noción de que el Estado (monarquía, burguesía) es un aparato de explotación utilizado por las clases dominantes.
China ofrece oportunidades. Los chinos se han dado a sí mismos la oportunidad de salir de la indigencia, en un acto de enorme humanismo, que no están acertando en comunicar.
Es algo revolucionario, enorme como un bosque, que no se convierte en sentido común en el público occidental. Como dice Sam, “no vemos desde nuestros países a la China que vemos aquí”.
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