Pandemia: ¿cooperación o lucha global?

26 abril, 2022

La revista “Mundo Contemporáneo” 《当代世界》o “Dang Dai Shiije” de China publicó un artículo del historiador y periodista Néstor Restivo, codirector periodístico de DangDai, sobre la pandemia del Covid-19 en el marco de la geopolítica y la falta de coordinación global. 

Se trata de una de las publicaciones académicas más importantes de China, a cargo del Departamento de Enlace Internacional del Comité Central del Partido Comunista de China y se publica en el país y en el extranjero.

La revista fue seleccionada en el directorio de revistas del Índice de Citas de Ciencias Sociales de China (CSSCI) de la Universidad de Nanjing y la lista de “Resumen de revistas básicas chinas” de la Universidad de Pekín, en tanto la edición en inglés de la revista fue seleccionada en el primer directorio de revistas en idiomas extranjeros de CSSCI.

El artículo en chino se puede ver AQUÍ.

Reproducimos el artículo en español:

Los valores humanos compartidos y la gobernanza global

Por Néstor Restivo

La pandemia del Covid-19 demostró los límites de la así llamada “gobernanza global”. Hay un enorme aparato burocrático de establecimiento de normas, resoluciones, tratados o pactos mundiales que suponen que hay una coordinación en materias como el comercio, las finanzas, el desarrollo atómico, la soberanía política de los estados o el flujo migratorio, entre cientos de ítems. De ahí a que se cumplan hay una enorme distancia.

Hay una Asamblea de Naciones Unidas que, en 2021 por 184 votos contra 2 y 3 abstenciones y en años anteriores por márgenes similares, ha votado que Estados Unidos acabe de una vez el bloqueo económico de décadas a Cuba. Pero este sigue como si nada. Los derechos del pueblo palestino corren la misma suerte. Para que haya una coordinación en teoría más fácil de lograr, con muchos menos miembros, hay un Grupo de los 20 que, nacido en la crisis financiera de 2008, y cuando se veía que el Grupo de los 7 o de los 8 era un oligopolio insuficiente, discutió cómo reformar el Fondo Monetario Internacional y acabar con las “calificadoras de crédito” o las guaridas fiscales off shore para que el negocio de la “patria financiera” global termine, y con ella el hambre y la miseria de millones de mujeres y hombres del Sur global que, por la usura, ya pagaron varias veces una deuda que no vieron, pero siguen pagando con sus arcas exiguas. Pero el FMI no cambió, las guaridas fiscales crecen como hongos (según revelaciones de Panamá Papers, Pandora Papers, Offshore leaks, etc.) y nadie comenzó a calificar a las “calificadoras” de crédito que ejercen otro más de los oligopolios que de verdad mandan.

¿Se puede llamar a eso gobernanza global?

Claro que peor sería un mundo sin Naciones Unidas, sin Organización Mundial de Comercio, sin Panel del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático o sin Tratado de No Proliferación Mundial, entre otras iniciativas loables. Pero acaso sería mucho mejor con instituciones que funcionaran.

El problema de fondo es que la normativa global surgió hace ya más de tres cuartos de siglo en Yalta, Postdam, Nueva York, San Francisco o Bretton Woods con una serie de acuerdos fijados por los ganadores más poderosos de la Segunda Guerra Mundial, que luego fueron reformándose pero siguiendo esos criterios, y ese mundo ya perimió, es un cadáver insepulto, con potencias que hoy perdieron poder, autoridad moral o ambas cosas a la vez.

Si comenzamos esta reflexión con la pandemia del Covid-19 no fue solo porque demostró con mucha claridad la falta de coordinación mínima para afrontar conjuntamente, como especie humana, el flagelo, sino porque era una oportunidad de oro para aplicar un nuevo paradigma de cooperación y respuesta colectiva.

Lo que vimos, en cambio, fue un mundo fragmentado, un uso político y geopolítico de los mecanismos para enfrentar al virus, en particular con las vacunas; lo que observamos fueron líderes incapaces, salvo excepciones, de estar a la altura de las circunstancias, acusaciones cruzadas, prejuicios y racismo, mientras las víctimas, como siempre, fuero cientos de millones de personas que sin duda en muchísimos casos hoy estarían vivas si la respuesta a esta nueva y grave enfermedad hubiese sido multilateral y llevada adelante por una institución aceptada por todos, como podría haber sido la Organización Mundial de la Salud si todos los estados, en igualdad de condiciones, se avinieran a sus consensos. Es un poco obvio, pero las vidas de un canadiense, un alemán o de un bangladeshí o un haitiano deberían valer lo mismo y tener la oportunidad de acceso a una vacuna en igualdad de condiciones. Durante la conferencia de líderes del G20 en Roma, en el último noviembre, el presidente argentino Alberto Fernández, al reclamar que las vacunas contra el Covid-19 fueran un “bien global”, dijo que “casi 80% de las vacunas producidas se aplicaron en países de altos ingresos. En cambio, más de 60% de la población de nuestra región (América Latina y el Caribe) aún no tienen completado su esquema de vacunación”.

Ese doble estándar apesta. Como pasa cuando miles de niños de Bengasi o de Basora son descuartizados por “daños colaterales” de las guerras e invasiones de las potencias dominantes y uno no puede dejar de preguntarse cuál sería la reacción mundial si esos niños fueran de Liverpool o de Minneapolis.

Hay países muy importantes del mundo que, en los últimos años o par de décadas, han comenzado a dar respuesta a esa subrepresentación que, con razón, sienten en el sistema global de toma de decisiones.

El mundo de este siglo XXI es uno donde Asia oriental, con eje en la República Popular China, volvió a concentrar como siglos atrás el mayor porcentaje de generación y circulación de riqueza; donde Asia del Sur, con la emergencia de India, o Eurasia en general, con el pivote que puede significar la Federación Rusia, o incluso América Latina con el poderío de Brasil y el Mercosur, o África con la democratización de Sudáfrica, aun con todas las muchas dificultades de desarrollo que presentan, conforman territorios que van confluyendo en nuevas instancias de articulación que, sin patear el tablero del orden establecido, reformatean el camino hacia una gobernanza global más acorde a los gigantescos desafíos de la hora y del porvenir.

Tomemos el caso de China, que por ser la segunda potencia mundial y estar ya a la vanguardia en muchos sectores económicos, financieros, comerciales, científicos y tecnológicos lleva la delantera. En su camino a la modernización, se sumó a los esfuerzos multilaterales vigentes, aun cuando éstos presentaran su ineficiencia, obsolescencia y declive. Acepta ser parte de esa institucionalidad a pesar de estar subrepresentada. Y al mismo tiempo, China ha ido construyendo, en algunos casos con países (que no apenas “mercados”) emergentes como los citados en el párrafo anterior, una institucionalidad nueva, centrada en objetivos que retoman lo mejor del deseo de paz de los diseñadores del mundo de 1945, pero que suman variables con perspectivas más alineadas a necesidades actuales. Nos referimos, entre otras, a la Organización de Cooperación de Shanghai, a los BRICS, a la RCEP, al Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura y, entre otras, a la Iniciativa La Franja y la Ruta.

Al mismo tiempo, el presidente Xi Jinping ha lanzado al mundo la consigna “una comunidad de futuro compartido para la humanidad”. Ha esbozado sus ejes principales en varias ocasiones. Una de ellas fue en un discurso difundido el 1º de enero de 2021, cuando el líder chino afirmó que “la humanidad se encuentra en una era de gran desarrollo, así como de profundas transformaciones y cambios, y también en una era de numerosos desafíos y riesgos crecientes”. Ante ella, la respuesta debería ser “construir una comunidad con un futuro compartido para la humanidad y lograr un desarrollo compartido y beneficioso para todos”. Esa comunidad “debe promover la asociación, la seguridad, el crecimiento, los intercambios entre civilizaciones y la construcción de un ecosistema sólido”, en tanto reafirmó las postura del gobierno del Partido Comunista de China en cuanto a su “compromiso de defender la paz mundial, buscar el desarrollo común y fomentar las asociaciones, y también en su compromiso con el multilateralismo”. Finalmente, expresó la “disposición de China para trabajar con todos los demás Estados miembros de la ONU, así como con organizaciones y agencias internacionales para promover la gran causa de construir una comunidad con un futuro compartido para la humanidad”.

La línea expresada por Xi Jinping fue desarrollada por él mismo varias veces en ocasiones anteriores, ya por ejemplo en 2014, a poco de asumir la primera magistratura de su patria, cuando habló del “sueño chino”, otra de sus líneas de acción, vinculado al ideal del rejuvenecimiento nacional chino ya presente en la Revolución de 1911 (con Sun Yat-sen) y en conceptos similares en la formulación de la República Popular China en 1949 (con Mao Zedong) o en la Reforma y Apertura de 1987 (con Deng Xiaoping). Y ató el “sueño chino” a los “sueños” latinoamericanos, europeos o africanos, en su discurso de Fin de Año de aquella ocasión.

Son muchos los gobiernos que, como el de China, o como el de mi país, la República Argentina, militan el regreso a un multilaterismo proactivo, pacífico, respetuoso de las particularidades de cada cultura y civilización, que avance en el cuidado ambiental del planeta y en la seguridad de sus pueblos.

En ocasión de la Reunión Extraordinaria de Líderes del G20 de marzo de 2020, el presidente argentino Alberto Fernández planteó que “para poder sortear esta crisis (la de la pandemia), se nos exige diseñar y suscribir un gran Pacto de Solidaridad Global. Nada será igual a partir de esta tragedia. Tenemos que actuar juntos, ya mismo, porque ha quedado visto que nadie se salva solo”.

Sin embargo, durante la emergencia sanitaria de 2020/2021, un puñado de naciones atentó contra el trabajo conjunto global, asumiendo posturas unilaterales y arrogantes. Más que eso, contribuyó a la generación de información falsa, al negacionismo sobre los avances científicos y al desfinanciamiento de programas de ayuda global en aras de un nacionalismo anacrónico. Y no fueron capaces de alentar acciones drásticas de ayuda social, financiera y científica para los países y poblaciones más vulnerables, víctimas de un sistema económico mundial a todas luces injusto y desigual, en ocasiones genocida.

China, en cambio, se adentró en este momento crítico del siglo XXI con una gran cooperación en materia sanitaria frente a la irrupción del Covid-19; o generando políticas internacionales inclusivas y de desarrollo, como sus propuestas ya mencionadas de La Franja y la Ruta y Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura, entre otras, o finalmente alimentando este sueño de una comunidad internacional de intereses comunes y compartidos para toda la humanidad. En el caso de la cooperación con Argentina, le vendió casi 1.500 toneladas de insumos médicos para fortalecer el sistema sanitario argentino, en momentos de escasez mundial. Y para eso mi país organizó un organigrama de vuelos inéditos con el país que tiene más alejado de sus costas. Hasta septiembre, Argentina ha recibido casi 24 millones de dosis de vacunas chinas, la gran mayoría de Sinopharm y un pequeño lote de CanSino.

En los últimos meses de este escenario nuevo que abrió para la humanidad la irrupción de la pandemia surgió otra disputa que en nada ayuda a buscar un horizonte común de trabajo cooperativo. Nos referimos a querer dividir el mundo entre “democracias” y “autocracias”.

Durante el gobierno de Estados Unidos liderado por el expresidente Donald Trump se activó la disputa de EE.UU. con China en materia comercial (centrada en el tema arancelario y el déficit norteamericano) y tecnológica (sobre todo, por el desarrollo del 5G, con China mucho más avanzada).

El actual gobierno de Joe Biden gira esa confrontación hacia un plano más geopolítico y de “valores”. Ha dicho el actual mandatario estadounidense, por ejemplo, que  la lucha entre la “democracia” y la “autocracia” está en un “punto de inflexión”, según extractos de un discurso sobre política exterior que pronunció hace unos meses.

“En muchos lugares, incluyendo Europa y Estados Unidos, el progreso democrático está en peligro”, sostuvo luego, para la Conferencia sobre Seguridad de Múnich, de febrero de este año.

Y también aprovechó su discurso del Día de los Caídos en su país, de mayo pasado, para defender la “democracia imperfecta” de EEUU, pidiendo más trabajo para cumplir la promesa de lo que, dijo, sigue siendo “el mayor experimento” de la historia del mundo.

No hay dudas de que el sistema democrático de EEUU fue provechoso, en general, para su población, aunque no necesariamente haya sido la base de su riqueza, en cuyos logros también pesaron el expansionismo y las guerras de conquista. Tampoco nadie está en condiciones, fuera de EEUU, de cuestionar o preconizar sobre los valores que los estadounidenses entienden son su mejor modo de vida. Seguramente tendrá miles de méritos, como también “imperfecciones”, como levemente reconoce Biden. Hubiese sido interesante acaso conocer cuáles cree que son, ¿acaso en el terreno de las desigualdades sociales, políticas, raciales u otras?, ¿tendrán que ver con el daño infligido a muchos otros pueblos del mundo? No sabemos cuál son la imperfecciones que ve el Presidente Biden del modelo de democracia de EEUU. Lo que sí sabemos es que, no solo en el gran país norteamericano, sino en todo Occidente, la “democracia” no pasa por su mejor momento y no da respuesta prácticamente a ninguno de los flagelos que someten a esta parte de la humanidad y encabezados por el poder económico y financiero concentrado y despiadado. Lo que sí sabemos es que, como se debate sin tapujos, esa democracia está en crisis, aunque se debate muchomenos, lamentablemente, como reformarla antes de que sea tarde y ganen más espacio del que ya tienen los brotes de violencia y extremas derecha que ya asoman, nada democráticos.

Sin embargo, Biden advirtió en sus discursos que la democracia estaba “en peligro” en su país y en el mundo no por esas cuestiones someramente mencionadas en el párrafo precedente, sino por “fuerzas autocráticas” que no identificó, pero que todos saben incluyen, sobre todo, a China. Muchos de sus funcionarios han sido más explícitos para no dudar de que se apunta a China.

Entre tanto, el gigante asiático nos muestra otro camino posible, basado en formas de gobierno y organización social no necesariamente (ni quizá fácticamente) imitables, pero exitoso en los grandes desafíos como la superación de la pobreza, el reconocimiento del daño ecológico y las políticas verdes para revertirlo, la oferta global a un multilateralismo activo y comprometido, la disposición al diálogo y no al conflicto para superar los inevitables choques de intereses, entre otros. Desde luego hay otros países que han dado muestras también de logros importantes, pero China lo expresa con la mayor continuidad de este tiempo.

Solo si la humanidad entiende que debe bajarse a como de lugar la tensión entre los poderes que declinan y los que emergen, si logra disciplinar y doblegar a la elite cada vez más pequeña que acumula riqueza sin pausa a costas del resto mayoritario y redistribuirla entre los millones de hambrientos, migrantes, desempleados, desesperanzados del mundo; y finalmente, si las instituciones globales cambian y se adaptan a esta nueva era será posible imaginarse un porvenir de valores humanos compartidos y una gobernanza planetaria que garantice la vida digna y la continuidad de nuestra especie.

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