Beijing y el Talibán
Analistas argentinos plantean diversas aristas del compromiso de China para atender la situación de un complejo país limítrofe como Afganistán, donde la retirada de EEUU y la OTAN tras veinte años de un despropósito mortal para cientos de miles de afganos y afganas dejó un caos completo, que derivó en el regreso del Talibán al poder.
En China, en tanto, su cancillería alienta a los talibanes afganos a seguir una política religiosa moderada y espera que el nuevo régimen pueda hacer una ruptura clara con todo tipo de fuerzas terroristas internacionales, aseguró la portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores. Y el propio canciller Wang Yi (en la foto, recibiendo a uno de los líderes del Talibán hace unos días en Beijing) dijo que China y Pakistán (país fronterizo y gravitante sobre Afganistán) necesitan reforzar la comunicación y la coordinación para apoyar una transición estable en ese país tras la ocupación militar occidental.
En La Ruta China escribe Lucía Bravo, en El Economista lo hace Patricio Giusto y en El País Digital el analista Gabriel Merino ya había adelantado el tema cuando Washington anunció la decisión de la huida. El lunes se agregó un artículo de Jorge Malena en Clarín. En general, se coincide en que China busca garantizar la estabilidad y la seguridad en su frontera occidental, una parte de la cual linda con Afganistán. El desarrollo de la zona, la geopolítica y la Iniciativa la Franja y la Ruta, en su eje central de conexión atravesando Asia Central, son parte de esa agenda de diálogo entre Beijing y Kabul que comentan los analistas argentinos. Por su parte, en La Nación, Sergio Berensztein escribió también sobre el tema.
A continuación, también reproducimos dos artículos. Uno del profesor Jorge Wosniak, investigador en el Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTREF) y docente de Historia Contemporánea (Ciencia Política – UBA). Y otro del antropólogo social y también docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Andrés Ruggeri. En ambos se incluye el rol de China frente al escenario afgano
Afganistán: ¿régimen talibán o neotalibán?
Por Jorge Wozniak
Los extraordinarios sucesos de los últimos días en Kabul han despertado diferentes comparaciones en numerosos analistas. El más frecuente es la referencia a la evacuación de Saigón en 1975 por los EEUU después del triunfo de los comunistas vietnamitas.
Sin embargo, lo que acaba de acontecer en Afganistán difícilmente se pueda comparar a la retirada de Vietnam. En esa época, en plena guerra fría, eran claros los apoyos a cada uno de los bandos enfrentados y también era obvio el proyecto que los vencedores querían impulsar. No era un cambio solamente de régimen. Era por el contrario un cambio de sistema económico en un mundo bipolar. Vietnam era solo un ejemplo más de un proyecto que se presentaba como alternativa a escala mundial al capitalismo en el contexto de la Guerra Fría.
Hecha esta aclaración, el triunfo talibán no debe subestimarse. Después de 20 años de lucha contra las tropas de la principal potencia del mundo y de sus aliados de la OTAN, han logrado su objetivo de recuperar el gobierno. Sin embargo, el retorno al control del aparato estatal es muy diferente al logrado a fines de los 90. En aquel momento eran el exponente de la principal fuerza que se opuso al proyecto de reforma económico social impulsado por grupos locales y sostenido por las tropas soviéticas. Fueron 10 años de guerra en los que la Unión Soviética intervino activamente y que terminó por erosionar su debilitada economía en el contexto de la carrera armamentista contra los EEUU. Sin embargo, la retirada soviética no llevó a la caída inmediata del gobierno reformista afgano, sino que este continuó combatiendo durante casi tres años más. Nada similar ocurrió al retirarse las tropas de los EEUU.
Otra diferencia fundamental que también hay que considerar es que la derrota soviética fue producto del masivo apoyo económico y en armamentos por parte de los EEUU, de las monarquías del Golfo Pérsico e incluso China e Irán, además del apoyo logístico y de personal de Pakistán. Fue una guerra donde diferentes gobiernos con regímenes e ideologías muy diferentes confluyeron para detener el avance soviético. Los muyahidines antisoviéticos eran presentados como combatientes por la libertad y por tal motivo existió luego del triunfo mucha tolerancia internacional hacia las medidas aplicadas por el régimen talibán durante su gobierno (1996-2001), incluyendo el asesinato de todos los afganos que apoyaron al anterior régimen.
La intervención de las tropas de la OTAN fue mucho más profunda que la soviética: contó con mayor cantidad de tropas, mayor tecnología, mayores recursos económicos para comprar apoyos y fue el doble de prolongada en el tiempo que la soviética. Y sin embargo los talibanes lograron prevalecer. Los motivos de esa victoria son múltiples y no son el objetivo de este artículo.
Lo que me propongo analizar es hasta qué punto el actual gobierno talibán sería una reedición del anterior o si, por el contrario, sería potencialmente algo muy diferente.
Por empezar hay que evaluar primero el contexto regional e internacional. Los EEUU están involucrados en una disputa global con China y la guerra en Afganistán ya consumió más de 2 billones 200.000 mil millones de dólares. Prolongar esa intervención sería desviar los recursos necesarios para contener militarmente a su rival principal a escala mundial y no para contener simplemente un peligro regional.
Si en los 80 la teocracia de los chiíes de Irán apoyó a los grupos radicalizados suníes de Afganistán para impedir el avance de un movimiento laico en sus fronteras, hoy el panorama es diferente. Los grupos extremistas suníes se enfrentan en Irak y Siria a los grupos chiíes apoyados por Irán. Por lo tanto, el gobierno talibán tiene en su frontera oeste un gobierno sólido y con bastos recursos dispuesto a enfrentar cualquier acción política desestabilizadora en la región.
Por otro lado, la desaparición de la URSS disminuyó gran parte de los conflictos entre China y Rusia. Hoy en día ambos Estados actúan como aliados para contener el poder de los EEUU, lo cual limita las acciones del nuevo régimen afgano.
No menos importante es lo que pasa en Pakistán, principal base de apoyo durante años del grupo talibán. Fue en las escuelas religiosas pakistaníes donde surgió ese movimiento de resistencia antisoviético, apoyado por la CIA y los servicios de inteligencia locales. Las crecientes necesidades energéticas en Pakistán han llevado a planificar la construcción de un gasoducto desde Uzbekistán a cargo de la empresa estadounidense Chevron, el cual necesariamente debe atravesar Afganistán. Y para ello es necesario un régimen estable que ponga fin al conflicto y garantice el funcionamiento del gasoducto.
Además, las tensiones entre Pakistán y la India requieren que en Afganistán haya cierto orden para impedir el surgimiento de un segundo frente por el cual alguna de las numerosas tribus locales reciba el respaldo del gobierno de Delhi. El apoyo de China hacia Pakistán es fundamental para poder enfrentar el creciente poder de la India y por Afganistán existe la única conexión terrestre posible entre ambos aliados. Además, la economía de China y de otros países requiere poner en producción el litio y las tierras raras abundantes en el subsuelo afgano, fundamentales para la industria eléctrica moderna que requiere tanto China como otros países industrializados.
Al mismo tiempo, los tres Estados exsoviéticos limítrofes por el norte cuentan con regímenes opuestos al radicalismo islámico y están respaldados por un tratado militar con Rusia, preocupada porque dentro de su país hay millones de ciudadanos musulmanes. Si el radicalismo talibán avanza en su territorio, esto podría dar lugar a conflictos en una escala significativa con la población musulmana en diferentes regiones al norte del Cáucaso como Chechenia y Daguestán. Es algo que el gobierno de Putin no está dispuesto a tolerar. No es un dato menor que Moscú no haya evacuado a su embajador de Kabul y haya iniciado negociaciones con el nuevo gobierno afgano.
Por tales motivos, los vecinos inmediatos de Afganistán están interesados en contener cualquier actividad desetabilizadora que pudiera impulsar el gobierno talibán. Y esto es algo que sus líderes parecen tener muy en claro hoy en día, a diferencia del pasado, especialmente cuando el gobierno de EEUU anunció su intención de retomar los bombardeos si la situación local se descontrola.
En este contexto internacional el régimen talibán ha proclamado la amnistía para los funcionarios de los anteriores gobiernos y para los que colaboraron con las tropas extranjeras. También han declarado que no se prohibirá las actividades laborales para las mujeres ni su acceso a la educación. No obstante, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU acaba de advertir que la forma en que traten a las niñas y mujeres será la línea roja que muestre el respeto que el régimen tiene realmente por los derechos humanos.
Queda por ver en los próximos meses si efectivamente, más allá de sus declaraciones públicas, el gobierno talibán modera por cuestiones tácticas sus medidas internas para evitar intervenciones extranjeras y lograr así mantener el control sobre la mayor parte del país. Esto demostraría que las propuestas del movimiento talibán se han adecuado a la época y el contexto. O podría ocurrir, por el contrario, que más allá de sus declaraciones recientes intentarán aplicar en el mediano plazo su programa ortodoxo con todas las consecuencias ya vistas en los años en que gobernaron.
Es decir, veremos en los próximos meses si estamos frente al absurdo de un movimiento extremista moderado. Y esto, como es obvio, es una contradicción en los términos.
Afganistán: de la revolución de Saur a la guerra eterna
Andrés Ruggeri
El triunfo de los talibanes no solo evidencia el fracaso de la estrategia de los Estados Unidos, sino las profundas raíces de un conflicto con numerosas aristas. Hay que remontarse a la Revolución de Saur en la que los comunistas afganos tomaron en el poder para encontrar el inicio de una reacción integrista contra la transformación de la sociedad tradicional que, al principio apoyada por Occidente contra la URSS, terminó llevando a la OTAN y los Estados Unidos a una de sus mayores derrotas desde Vietnam.
Las imágenes de la repentina caída de Kabul en manos de los talibanes recorren el mundo e impactan en la imaginación y los temores de Occidente por la vuelta del régimen islamista que se intentó extirpar para siempre después del 11 de septiembre de 2001. Las escenas en el aeropuerto trajeron de inmediato el recuerdo de la evacuación de la embajada norteamericana en Saigón, con afganos que hasta hace pocos días trabajaban para los Estados Unidos y sus aliados tratando desesperadamente de huir, tal como aquellos vietnamitas colgados de los helicópteros yanquis en abril de 1975. Si el “make America great again” de Donald Trump terminó en una polarización interna nunca vista en el último siglo y medio, el “America is back” de Joe Biden parece ser la vuelta de las derrotas humillantes. El tiempo dirá cómo evoluciona la situación y hacia donde orientan su nuevo gobierno los talibanes.
Junto con la pregunta por las implicancias del fracaso de Occidente en consolidar un régimen adicto en Afganistán aparecen los temores por el retroceso civilizatorio que, todo parece indicar por sus antecedentes, los vencedores de este capítulo de la guerra afgana le imprimirán a esa sufrida sociedad, especialmente a sus mujeres. Una de las conclusiones que con más frecuencia se escuchan y leen en los medios es que veinte años de ocupación yanqui no lograron consolidar no solo un sistema político democrático al estilo occidental, sino que los escasos avances en la condición de las mujeres y los derechos civiles en general sufrirán bajo los talibanes un golpe mortal. Sin embargo, un recorrido por la historia reciente del país nos podría mostrar que, en realidad, ese golpe se lo dieron las propias potencias occidentales al apoyar a los islamistas contra el gobierno revolucionario afgano de los años 80, en el afán de complicarle las cosas a la Unión Soviética. Y, además, los propios talibanes evidencian ser muy conscientes de que una etapa de nueva radicalización religiosa condenaría a su gobierno al aislamiento total. Sus primeras declaraciones podrían ir en ese sentido o, simplemente, demuestran cierta flexibilidad táctica que no estaba entre sus características hasta ahora evidenciadas.
Los hechos son muy recientes como para aventurar conclusiones, pero la historia que hay atrás de los acontecimientos es lo suficientemente larga como para poder superar los lugares comunes en el análisis y pensar en los talibanes como unos simples terroristas escapados del medioevo que, curiosamente, se especializan en triunfar frente a los mejores y más modernos ejércitos del mundo.
DEL “GRAN JUEGO” A LA REVOLUCIÓN SAUR
Otra afirmación frecuente es la cualidad afgana de derrotar imperios. En los casos más extremos, la historia se remonta hasta los fieros combates que diera el macedonio Alejandro Magno en la zona, que era entonces una de las satrapías orientales del imperio persa. Pero el actual Afganistán es un país de formación reciente que, como la mayor parte de los Estados modernos moldeados en la colonización europea del mundo, reúne dentro de sus fronteras a diversos grupos étnicos que, a su vez, también se encuentran en los países vecinos. Si vamos a hablar de un Afganistán resistente a los imperios, deberíamos precisar los términos y reconstruir la historia de su formación.
Pastunes, uzbekos, tayikos, kazajos, hazaras, turcomanos y otras etnias ocupan distintos territorios dentro de un país montañoso y ubicado en un enclave estratégico para el dominio de Asia Central. Es por eso que los grandes imperios que en el siglo XIX disputaban la zona, la Rusia zarista y el imperio británico que dominaba la India (que incluía el actual Pakistán), libraron en la región el llamado “Gran Juego”, una disputa por la hegemonía que implicó tanto intentos de conquista militar como el tráfico de influencias, los sobornos y la diplomacia[1]. En este proceso, una expedición británica de conquista fue aniquilada en las montañas por los afganos en 1842, en una de las mayores derrotas militares del imperio más poderoso de la época. A pesar de no poder expandir el dominio directo, la monarquía instalada desde un siglo antes en Kabul debió aceptar el poderío colonial, que comenzó a delinear las actuales fronteras del país. Especialmente conflictiva y causa de las enormes conexiones entre el actual Pakistán y los talibanes es la llamada Línea Durand, impuesta por el Raj (el imperio inglés de la India) como frontera que todavía divide ambos países y dejó a los pastunes, la identidad étnica de la mitad de los afganos y mayoritaria entre los talibanes, divididos por esa línea arbitraria. Otro tanto pasa con uzbekos y tayikos, que ocupan el norte de Afganistán pero que, a su vez, son actualmente dos repúblicas exsoviéticas independientes. La influencia de estos vecinos tironea el país y tiene enormes consecuencias políticas y sociales. Pensar a Afganistán, entonces, como un Estado-Nación con una confluencia entre identidad étnica, lengua y religión, que rara vez se cumple incluso en las naciones occidentales, o como en América Latina en que tenemos naciones moldeadas a partir de una entidad estatal, es francamente inadecuado para explicar la complejidad afgana.
El “gran juego” entre el imperio ruso y el británico tuvo como consecuencia que Afganistán se consolidara como un Estado tapón en un enclave estratégico, nudo de comunicaciones entre la India británica, Rusia e Irán, viejo imperio que también estaba atravesando un proceso de modernización y secularización, igualmente tensionado en el equilibrio de las grandes potencias. La Revolución de Octubre y la primera guerra mundial vinieron a acelerar los tiempos, fijar las fronteras restantes del país, hasta ese entonces difusas, y decidió a la monarquía afgana a empezar moderados intentos de modernización, apoyado en la enorme influencia que las experiencias de las repúblicas soviéticas del Asia Central ejercieron sobre las capas más educadas de la población. El tratado de Rawalpindi de 1921 reconoció la independencia del reino afgano del imperio británico, aunque la Unión Soviética ya la había hecho en 1919. Fue parte de los reacomodamientos geopolíticos que siguieron a la primera guerra mundial, la disolución del Imperio Otomano y la revolución rusa, con tratados que fijaron la mayor parte de las actuales fronteras de la región, aunque la consolidación de la República turca de Mustafá Kemal Ataturk alteró parte de los planes imperiales.
Este período abre serios intentos por secularizar los estados de mayoría islámica, cuyos mayores ejemplos fueron la Turquía kemalista y el Irán de los Pahlevi. El rey afgano y sucesivos gobernantes intentaron también ese camino, pero con poco éxito. La diferencia con los ejemplos citados (el resto de la región estaba aún bajo dominio colonial inglés o francés, o eran repúblicas de la URSS) es que, si bien se trató de procesos “desde arriba”, eran proyectos basados en la idea de la construcción de un Estado-Nación, asentados en una identidad étnica mayoritaria (aún a costa del extermino o la subordinación de otros grupos, como los armenios o los kurdos), con la idea de que la reconstrucción del poderío nacional debía imitar el desarrollo de las potencias occidentales[2]. Por eso, acabar con la hegemonía política, cultural y hasta económica de una religión tradicional como el Islam era parte fundamental del programa, se tratara del Islam sunnita (como en Turquía) o chiita (como en Irán). Estos intentos fueron mucho más exitosos en el caso turco que en Irán, aunque décadas después de haberse impuesto apareció en ambos casos un resurgimiento del islamismo como expresión política, en forma de revolución en el Irán de los ayatolas o de un neotomanismo reaccionario como el que expresa actualmente el presidente turco Erdogan. Pero en Afganistán, el Estado fue demasiado débil, la estructura social más rural y tribal que en esos antiguos imperios, y el proyecto poco claro como para llevar al país en un camino similar.
A pesar de estas condiciones, se comenzó a formar una burocracia estatal y algunas obras de infraestructura con el apoyo de la URSS, que se incrementó notablemente en los años 50: caminos, un tímido desarrollo productivo, una incipiente red energética. La influencia soviética se hizo notar en el ejército, con la mayoría de sus cuadros formados en las escuelas militares de la URSS, donde como era de esperar la instrucción puramente militar era acompañada con la política-ideológica. El resultado de este proceso fue que los oficiales de las fuerzas armadas afganas, la única organización de tipo moderno del país, fueron la base de una fuerte corriente de izquierda que, en los años 60, culminó en la fundación del Partido Democrático Popular (PDP), que pronto se organizó bajo el modelo de los partidos comunistas.
Debatiéndose entre la creciente influencia soviética y las potencias occidentales (el imperio británico fue reemplazado en ese rol por los Estados Unidos después de la independencia de la India y Pakistán en 1947), la monarquía y su clase dirigente fue encarando algunas reformas modernizadoras en un país rural y semifeudal, que apuntaron a dotar al Estado de una legislación y un aparato con cierta capacidad de acción política, incluyendo algunos avances sobre la propiedad terrateniente y la condición del campesinado, los derechos de la mujer y la ampliación de la educación en un pueblo mayoritariamente analfabeto. El gran problema, ya en ese entonces, empezó a ser la resistencia de los mullah, los clérigos islámicos que estaban, en su mayoría, desparramados en las aldeas del Afganistán rural en que las ideas revolucionarias del PDP o simplemente modernizadoras tenían escasa llegada y eran rechazadas como contrarias al islam.
En la práctica, este fracaso de la secularización desde arriba llevó a que fuera la incipiente izquierda afgana la que tomara la posta de ese proyecto. Incluso desde la posibilidad del desarrollo capitalista (y más aún de un proyecto socialista), una sociedad y una economía dominadas por la sharía (la ley islámica) son un obstáculo serio, debido a normas que si bien en muchos países conviven sin mayores obstáculos con las reglas del mercado capitalista, en el contexto de una economía rural y segmentada en etnias y grupos tribales como la afgana se convierten en puntales de cohesión social con los que todo proyecto modernizador colisiona tarde o temprano. El más obvio, la necesidad de liberar fuerza de trabajo de relaciones semifeudales en el campo o de reclusión doméstica como en el caso de las mujeres. Otro aspecto de la ley islámica es la condena de la usura y que solo permite operaciones mercantiles que generen ganancias (es decir, que en algún punto no sean equitativas) en el caso del comercio exterior (por ejemplo, la exportación de petróleo o minerales). Los bancos no están prohibidos, pero deben regirse por reglas contrarias al desarrollo del capital financiero. Por supuesto, esto no se respeta o se interpreta más o menos flexiblemente en la mayoría de los países de mayoría islámica, pero una visión tradicionalista de la religión (como es el caso de los talibanes), puede usar estos elementos como factor de resistencia frente a intentos reformistas o, más aún, la dominación extranjera. Por último, el islam también impone la protección a los pobres y desvalidos (de esa manera se justifican las amplias redes de contención y ayuda social de los movimientos islamistas como Hamas o Hezbollah) lo que en las duras condiciones de la acumulación originaria de cualquier régimen capitalista, incluso periférico, es fuente de conflictos y resistencia[3]. Desde este enfoque, y de acuerdo a los patrones occidentales, una versión radical de la sharía es sumamente reaccionaria en los aspectos referidos a los derechos individuales, pero no necesariamente a los sociales, y es claramente un obstáculo al desarrollo de un Estado capitalista moderno pero puede convivir con un Estado exportador de materias primas o de petróleo. Los marxistas afganos, en ese sentido, también coincidían en la necesidad de su abolición de estas instituciones y la transformación en un sentido modernizador de su sociedad.
El proceso de cambio se aceleró con el golpe de estado de 1973 que acabó con la monarquía e instaló, con el apoyo decisivo de los oficiales comunistas y el PDP, al dictador Daud en el poder. Las reformas educativas y económicas se aceleraron, aunque a mediados de la década Daud intentó sustraerse de la influencia soviética y se orientó hacia Occidente, mediante una serie de acuerdos con Estados Unidos y Europa. Los comunistas, especialmente en las fuerzas armadas y en un radicalizado movimiento estudiantil, conscientes de su fuerza, empezaron a acelerar su proyecto revolucionario. Para ese entonces, el PDP se hallaba dividido en dos corrientes mayoritarias (y una tercera mucho más débil de inspiración maoísta), que en la práctica consistía en dos organizaciones distintas. Parcham (Bandera) era la mayoritaria entre intelectuales y estudiantes, más moderada y prosoviética, mientras que Jalq (Pueblo) tenía más predicamento entre los oficiales y suboficiales del ejército y entre las capas medias del campesinado. Esta distinción no viene a cuento como una simple interna de la izquierda, sino que fue un factor decisivo en la tragedia que vivió Afganistán poco después. Cuando el régimen de Daud empezó a perseguir a la izquierda, los comunistas, encabezados por la fracción Jalq, pero de común acuerdo, decidieron tomar el poder. Fue la llamada Revolución de Saur (abril), el 27 de abril de 1978, que destronó a Daud con el apoyo de los militares y nombró presidente a uno de los líderes de Jalq, un renombrado escritor llamado Nur Mohammad Taraki.
LA REVOLUCIÓN DE SAUR Y LA INTERVENCIÓN SOVIÉTICA
Aunque el Afganistán que vivió estos acontecimientos era muy diferente al actual, podemos afirmar que estos hechos fueron decisivos para la evolución histórica del país asiático. La revolución de Saur fue el intento más serio y profundo de cambiar la estructura social y económica y especialmente de transformar la cultura tradicional de raigambre islámica y conservadora en pos de una sociedad socialista. Quizá desde la actualidad se vea el intento como sumamente voluntarista y condenado al fracaso (una lectura común del pensamiento liberal, pero también de algunas corrientes de izquierda contemporáneas, es que toda la acción política de la izquierda anterior a la caída del Muro solo podía llevar al resultado que llegó, una suerte de diario del lunes de la revolución), pero no se puede dudar que fue el acontecimiento que transformó para siempre al país y que desató las resistencias y reacciones que llevaron al establecimiento del régimen talibán, con la invaluable colaboración de los Estados Unidos. En otras palabras, no fueron los talibanes los únicos destructores de los derechos de las mujeres ni es su vuelta al poder el momento de mayor peligro para los escasos avances en esa materia (y en muchas otras), sino que fue la trágica y sangrienta derrota de la izquierda afgana el verdadero retroceso.
Por otra parte, el gobierno de los comunistas afganos se caracterizó por una fuerte tendencia a resolver por la violencia los conflictos, y no solo por el carácter militar que pronto le imprimió a su conservación en el poder con la ayuda de la URSS, sino por su áspera disputa interna. Las dos fracciones, Jalq y Parcham, no solo divergían en la perspectiva y en la política, sino que también sufrieron divisiones en el seno de cada una de ellas que se resolvieron en forma drástica. Las diferencias giraron en torno a la radicalidad del proceso y, especialmente, en como afrontar la cuestión religiosa. Jalq tendía a una resolución manu militari de la resistencia de los mullah, mientras que el enfoque de la otra línea era más reformista y gradual, intentando atraer a las capas menos reaccionarias del islam con medidas de integración y reconocimiento del papel de los religiosos en la sociedad afgana. Sin embargo, las dificultades que rápidamente enfrentó la revolución la llevaron por un camino vertiginoso en que los enfrentamientos entre los propios militantes de la izquierda llegaron a ser casi una guerra civil dentro de la guerra, acrecentados por el surgimiento inmediato de una resistencia islámica a las medidas que intentó llevar adelante el PDP.
Taraki fue el primer presidente del PDP y su gobierno intentó una serie de medidas radicales y de alto impacto: una reforma agraria, un amplio plan de infraestructura con apoyo soviético, una campaña contra el analfabetismo, una política de reconocimiento de derechos igualitarios a las mujeres, que incluía el acceso a la educación en todos los niveles, al trabajo, a derechos civiles y laborales, entre otras. Una de las medidas que más resistencia causó fue la anulación del pago de la dote por la familia del marido en los matrimonios arreglados tradicionales. Para los comunistas afganos, era una de las tradiciones más arcaicas y denigrantes, pero levantó indignación en las áreas rurales más proclives al discurso de los mullah. Taraki debió enfrentar una precoz guerrilla de los muyahidines (llamados posteriormente “guerreros por la libertad” por Ronald Reagan, aunque significa “guerreros santos”, dado el carácter de guerra santa contra el ateísmo que le dieron al conflicto) en algunas zonas apartadas, que se expandió rápidamente gracias a la ayuda de Estados Unidos, Pakistán, el Irán todavía monárquico (a las facciones chiitas, minoritarias) y de China, ferozmente enfrentada a la URSS. Pero lo más costoso resultó ser la controversia dentro del propio partido, tanto con la facción Parcham como dentro del propio Jalq. En la escalada que siguió, creció la figura de Hafizullah Amin, el otro líder prominente de Jalq, que proponía la intervención armada de la URSS y una visión casi polpotiana de como resolver las cosas. Taraki no estuvo de acuerdo y tampoco los soviéticos, que desconfiaron de Amin por vínculos cada vez más claros con los Estados Unidos. Amin dio un golpe sangriento en septiembre de 1979, en el que mandó asesinar a Taraki y a muchos de sus partidarios.
La historia se aceleró a partir de ese momento, la resistencia de los mullah y los muyahidines creció, ya con un apoyo poco disimulado de la CIA (en palabras del consejero de Seguridad Nacional del gobierno de Jimmy Carter, Zbignew Brzezinski, esa intervención buscaba provocar que la URSS interviniera y que eso la llevara a “su propio Vietnam”[4]) y la Unión Soviética, que en un principio dudaba en entrar con sus propias fuerzas al país, terminó apoyándose en la fracción Parcham, dando crédito a los informes que señalaban a Amin buscando el apoyo norteamericano y organizando un contragolpe (en que también fue fusilado el presidente), ocupando militarmente Kabul y las principales ciudades afganas el 27 de diciembre de 1979.
La intervención militar de la URSS en Afganistán fue, sin lugar a dudas, uno de los mayores errores de su política exterior en la Guerra Fría. Incluso fue una decisión que su máximo dirigente de aquel entonces, Leonid Brezhnev, no compartía, y le fue impuesta por otros importantes líderes en un momento en que ya le quedaba poco tiempo de vida[5]. Pero, a pesar de esto, hay que diferenciar esta intervención de otras realizadas en los países de Europa del Este en un hecho fundamental: en Afganistán había una revolución en curso que antecedió a la ayuda militar y a la ocupación propiamente dicha, lo que contradice una idea generalizada de una mera invasión sin apoyo local.
[1] Ver Karl Mayer y Shareen Blair Brysac, Torneo de sombras: el gran juego y la pugna por la hegemonía en Asia Central, RBA libros, Barcelona, 2008.
[2] Ver por ej., la interesante biografía de Ataturk de M. Sukru Hanioglu (Ataturk, an intelectual biography, Princeton University Press, 2011)
[3] Aunque la misma noción de “economía islámica” es controversial y tiene muchas variantes, algunos de estos criterios basados en el Corán son más o menos reconocidos en todo el Islam. Una visión de esta economía islámica puede verse en Gellner (La sociedad musulmana. FCE, México, 2005) o en el caso afgano en el texto de Ale, José. La reconstrucción económica de Afganistán. Santiago de Chile, 2002.
[4] Decalaraciones a Le Nouvel Observateur, edición del 15 al 21 de enero de 1998, p. 76.
[5] Ver Zubok, Vladimir, Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra fría. Crítica, Barcelona, 2008. Este autor afirma también, basado en archivos soviéticos, que también el jefe de Estado Mayor de las fuerzas armadas soviéticas expresó su oposición, pero fue desoído.
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