Misterios de la Ciudad Prohibida

5 noviembre, 2020

La editorial Tusquets publicó René Leys, una exquisita novela del francés Victor Segalen sobre la China imperial a punto de sucumbir (fines de 1911) en la mirada fascinada de los europeos. Escrito hace más de un siglo, sigue siendo un texto brillante sobre los secretos de la Ciudad Prohibida, sus misterios insondables de reyes, regentes, concubinas y eunucos, a la vista de un occidental, tiene formato de diario y un prólogo de Juan Forn, que reprodujo Página/12 y que reproducimos, así como un párrafo del inicio.

La Ciudad Prohibida

Por Juan Forn

Hay una maldición china que dice “Ojalá te toquen vivir tiempos interesantes”, y así fueron los tiempos que le tocaron vivir al francés Victor Segalen cuando llegó a Pekín en 1908. El viaje había empezado cinco años antes y había empezado mal: el joven Segalen creía que la cultura europea se estaba disolviendo en una homogeneidad cada vez más alarmante para él y partió a Tahití en busca de lo diferente: el exótico mundo que pintaba Gauguin en sus cuadros. Llegó tarde; Gauguin había muerto hacía dos meses cuando Segalen por fin arribó a las islas. Una fiebre tifoidea lo había demorado en el puerto de San Francisco. Mirando por la ventana desde su lecho de enfermo el barrio chino allá afuera, Segalen descubrió el mundo al que dedicaría el resto de su corta vida. Volvió a París a estudiar chino y logró un año después que la Marina francesa lo enviara a Pekín a continuar sus estudios.

Los occidentales sólo tenían permiso para vivir en un barrio de Pekín, la Legación Extranjera, donde Segalen tomó casa y logró que le diera lecciones particulares un joven occidental con una aptitud tan asombrosa para los idiomas que había sido aceptado como profesor de los príncipes de la corte en la Ciudad Prohibida, el inaccesible reducto imperial que se alzaba en el centro de Pekín, aislado del exterior por un muro de siete metros de altura. Ningún otro extranjero tenía tal acceso a la Ciudad Prohibida. Lo que pasaba detrás de sus muros era indescifrable para los residentes de la Legación Extranjera. Pero en aquellas lecciones particulares, en los elípticos comentarios expresados en exquisito mandarín por ese joven que parecía saberlo todo, Segalen encontró la China con que soñaba, enigmática y atemporal. Mientras tanto, la China real iba cambiando: llegaban rumores de que había una sublevación en el Yangtsé, mil kilómetros al sur, un tal Sun Yat-sen exigía el fin del imperio y la instauración de la república, la revuelta crecía de provincia en provincia, en determinado momento convergieron sobre Pekín las masas rebeldes y las tropas fieles al imperio, Segalen aguardó despierto toda la noche, esperando noticias de su joven maestro, pero con las primeras luces del alba descubrió que todo el asunto se había resuelto sin sangre y sin gloria: Sun Yat-sen tenía su república, las tropas fieles tenían un emperador títere (el infante Pu Yi, que por entonces tenía dos años) y los extranjeros podían seguir haciendo negocios tranquilos. Segalen escribió: “Es tal vez indiscreto estar despierto en esta hora histórica, pero Pekín no ha ardido. Por primera vez me ha decepcionado”.

Segalen se había fascinado a tal punto con las confidencias de la corte que le hacía su joven maestro que llevaba un diario de sus conversaciones con él y, cuando sobrevino la decepción, convirtió aquellas anotaciones en una novela extraordinaria (así empieza: “Cierro este diario que soñaba convertir en libro, un libro que ya nunca será”) y la tituló René Leys, porque ése era el nombre ficticio que le dio a su joven maestro en la novela, además de concederle una noble muerte al final y dedicarle el libro (“A su memoria, por supuesto”). Con el manuscrito en sus valijas, Segalen abandonó el continente asiático para combatir por su patria en la Primera Guerra. Meses después de que le dieran la baja, en 1919, lo encontraron muerto en un bosque de Bretaña por donde había salido a caminar dos días antes. Estaba tendido bajo un árbol, con una herida limpia en el tobillo, se había desangrado pero la lluvia de esos días había lavado la sangre. La viuda no permitió que se realizara autopsia. Sí aceptó, pero tres años más tarde y luego de mucha insistencia de los amigos de su marido, que se publicara René Leys.

A un par de ellos Segalen les había confesado que todo lo que contaba su libro era cierto y que el protagonista se llamaba en la realidad Maurice Roy y era un belga criado en Pekín por un padre viudo a quien sólo le importaba hacerse rico y huir de la China. Pero cualquiera que hubiera frecuentado los salones de la Legación Extranjera de Pekín en esos tiempos reconocería al instante a Edmund Backhouse, un jovencito inglés que tenía un asombroso don de lenguas y conexiones sin igual en la corte imperial, que se vestía como chino, comía como chino y se comportaba como chino, que hablaba y escribía en mandarín y manchú (además de ruso, japonés, alemán y francés) y que era el hombre de confianza del corresponsal del Times inglés en Pekín, quien no hablaba una palabra de chino, de manera que todo lo que se leía en Occidente sobre China, todo lo que el Times transmitía al mundo sobre China, era información provista por el joven Backhouse.

Como el René Leys de Segalen, el joven Backhouse había llegado a las entrañas mismas de la corte imperial china. Se decía que hasta había intimado con la temible Regente Ci Xi, quien gobernó China con mano de hierro durante cuarenta años, luego de deponer al joven emperador reformista que ella misma había hecho coronar (durante esos cuarenta años, el monarca depuesto se dedicó a pintar acuarelas y componer poemas en el pabellón rodeado de agua y sin puentes en el centro de Ciudad Prohibida adonde lo había confinado la regente). El mismo año en que Segalen terminó su libro y abandonó Pekín, el joven Backhouse comenzó a donar a la Biblioteca Bodleiana de Oxford una remesa de documentos chinos antiguos que tuvo ocupados durante décadas a los mejores sinólogos de Europa. Resultaron falsos. Los había inventado, y en algunos casos plagiado, el mismo Backhouse, con ayuda de algunos calígrafos de la corte, que habían quedado sin trabajo luego del triunfo de Sun Yatsen. El joven Backhouse dejó de ser joven, pero nunca se fue de Pekín: vivió hasta 1944 en su micromundo de opio y jóvenes efebos, como uno de esos opulentos eunucos enriquecidos de otrora. Recién en 1991 terminaron de comprobar dos sinólogos chinos todas las fuentes apócrifas del “tesoro de documentación antigua” que Backhouse había donado a la Bodleiana de Oxford. En René Leys, Segalen escribe: “Me gustaría haber escrito todo esto con un solo trazo del pincel, a la manera de los antiguos bronces Chu, pero tuve que conformarme con traducirlo al francés, de un original chino inexistente”. El original chino no era inexistente, pero no era chino: se llamaba Backhouse y yo creo que habría sabido apreciar otros tres libros que Segalen dejó sin publicar y que la asociación creada por sus amigos logró arrancarle a la viuda. Uno se llama Pinturas y describe viejos cuadros chinos que no existen. Otro se llama Estelas y son transcripciones inventadas por él de los caligramas que se tallaban en las viejas tumbas chinas. El tercero se llama Escapada y narra una expedición arqueológica al interior de China que nunca realizó. Allí dice: “Este continente pulverizó mi percepción del exotismo. China no es simplemente una antípoda: es el otro esencial sin cuya sabiduría Occidente no será capaz de entenderse nunca”. Que viene a significar: sin cuentos chinos, la realidad nos resultará siempre incompleta.

El libro de Segalen comienza así (tomado de la página oficial de Planeta Libros):

Pekín, 28 de febrero de 1911

Ya no sabré nada más. No insisto. Me retiro, con respeto y caminando hacia atrás, pues así lo requiere el protocolo y se trata del Palacio Imperial: de una audiencia que no se me concedió y nunca me será concedida. Con esta admisión —diplomática o ridícula, según el tono que se le atribuya—, doy por terminado este diario del cual esperaba sacar un libro (hermoso título póstumo, a falta de otra cosa: El libro que no fue).

Creí que lo tenía, que sería más vendible que cualquier novela, más sustancial que cualquier colección de los llamados documentos humanos y mejor que un relato imaginario, porque en cada salto a lo real lograría retratar toda la magia encerrada en esos muros… que ya nunca traspondré.

No se puede negar que Pekín es una obra maestra de realización misteriosa. Para empezar, el triple plano de sus ciudades no obedece ni al número de muchedumbres censadas ni a las necesidades habitacionales de quienes comen y viven aquí. La capital del Imperio más grande bajo el cielo fue hecha en función de sí misma: diseñada como un tablero de ajedrez al norte de la llanura amarilla, rodeada de cercos geométricos, tramada de avenidas, cuadriculada de callejuelas en ángulo recto, levantada de un solo impulso monumental y, acto seguido, habitada y luego desbordada en los bajos fondos por sus parásitos, los súbditos chinos. Pero el cuadrado principal, la ciudad tártaro-manchú, sigue siendo buen refugio para los conquistadores y para este sueño:

Un rostro, en lo más hondo del interior del Palacio, el de un niño-hombre, Emperador de la Tierra e Hijo del Cielo, a quien todo el mundo, incluso los periodistas, se empeña en seguir llamando «Kuang Hsu»,1 apelativo que en realidad solo alude a la dinastía y al período en que reinó, de 1875 a 1908 después de Cristo…

Categorías: Cultura

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