Los velos ideológicos de Occidente
En Panamá, el académico Santiago Bustelo plantea que “el velo ideológico como prisma a través del cual se ve a China no revela más que la propia imposibilidad de occidente para pensar algo fuera de sí mismo”.
–El Sueño Chino no será negado
Por Santiago Bustelo, candidato a Doctor en Política Internacional por la Universidad de Fudan
Dos grandes narrativas marcaron el siglo XX: la liberal y la marxista. Ambas intentaron proveer una visión sobre el sentido histórico del desarrollo humano. Como todos sabemos, hacia finales del siglo la disputa se cierra con el triunfo del capitalismo a nivel mundial, no sólo como narrativa dominante, sino como posibilidad única de organización social. La democracia liberal de mercado como la forma última del gobierno humano.
La derrota implicó, entre otras cosas, un cierto olvido sobre la contingencia histórica y el carácter transitorio de toda formación social. De izquierda a derecha las posibilidades de la acción se redujeron a los límites del sistema. Realismo capitalista o capitalismo y nada más. No en vano (o tal vez sí) buena parte del pensamiento intelectual progresista de las últimas décadas se dedicó, entre Derridas, Rancieres, Agambens y Zizeks, a tratar de buscar la hendija por donde abrir la posibilidad de un vacío, un afuera, “lo real”. Algo que subvierta, aunque más no sea el plano lingüístico, el orden de lo existente.
Este agotamiento de un “afuera” también se revela en la pérdida de espacios por la filosofía frente a otras disciplinas, principalmente la economía, para determinar el horizonte de sentido no solo de la acción gubernamental, sino también de la vida humana. Pero incluso en el terreno de la praxis política real, la opción de izquierda en última instancia aceptó los límites de la democracia liberal como coordenadas de lo posible. Se podrá tratar de redistribuir, ampliar derechos, ser un poco más o menos amigable con el capital, pero siempre dentro del marco institucional de lo establecido.
China, o de la Economía Política del Siglo XXI
El sistema de gobierno post-maoísta de China, lanzado por Deng Xiaoping a fines de los años setenta, sin dudas es difícil de comprender. ¿Es una autocracia benevolente al estilo de Singapur? ¿Un capitalismo de Estado desarrollista, como Japón y Corea del Sur? ¿Neo-confucianismo mezclado con economía de mercado? ¿Una versión en cámara lenta de la Rusia soviética, a la que veremos pronto sucumbir?
La progresía occidental optó desde un principio por renegar del sistema socialista chino, definiéndolo bajo el simple mote de “autoritarismo capitalista”. Caracteriza al sistema político chino como un autoritarismo estático y resiliente. Un partido monolítico que supo adoptar la bandera del capitalismo en la esfera económica al tiempo que suprime con mano de hierro las demandas por apertura democrática. Acepta como un hecho histórico evidente (aún con más fe que los conservadores) que el proceso de desarrollo más exitoso de la historia contemporánea fue liderado por el mercado, y no por el Partido Comunista Chino (PCCh). Porque sin dudas sacar a 800 millones de personas de la pobreza debe ser un resultado automático del capitalismo más salvaje (?).
Sin ir más lejos, el reciente compilado “Sopa de Wuhan” firmado por la plana mayor de la intelectualidad progresista occidental, como David Harvey, Slavoj Zizek y Alain Badiou, reafirma, a través de su clásico eurocentrismo, la interpretación del régimen chino como un “despotismo oriental”, en los mismos moldes que una vez ocuparon las opiniones distorsionadas de Aristóteles, Voltaire y Montesquieu. Sustentan la crítica a la naturaleza anti-liberal del régimen chino con más énfasis que los conservadores, para pasar por alto que el único sistema que realmente está trastocando el funcionamiento del capitalismo global, mejorando la vida de millones de ciudadanos y configurando una nueva economía política (ver China, o de la Economía Política del Siglo XXI) capaz de redefinir el orden de lo posible está conducido por un Partido Comunista que hace del marxismo su horizonte filosófico.
El velo ideológico como prisma a través del cual se ve a China no revela más que la propia imposibilidad de Occidente para pensar algo fuera de sí mismo. El agotamiento de las referencias simbólicas radicales que superen inmediatamente el campo de lo imaginable y del fin de la historia. El grado cero de la ideología como naturalización y olvido de la historicidad.
Gran parte del error analítico de la izquierda occidental se basa en la convicción de que el Partido Comunista Chino, al no adaptarse a los mecanismos de la democracia electoral liberal, mantiene un régimen ilegítimo. Este supuesto de ilegitimidad conduce a una cierta presunción de fragilidad. Se suele sostener que debido a que los líderes de China no tienen un mandato electoral deben mantener el crecimiento económico a una tasa arbitrariamente alta (8%? 7%? 6%?) para evitar el colapso del régimen. Se afirma que si no se adopta, tarde o temprano, el estado de derecho al estilo occidental, se generará un descontento social que provocará, nuevamente, el soñado colapso del régimen. No puede haber otra fuente de legitimidad democrática, competencia y representación popular más allá del mecanismo electoral multipartidario.
Aquí está la verdad: el Estado chino no es ilegítimo. El régimen es fuerte y cada vez más seguro de sí mismo. Su gestión económica es competente y pragmática. Su receptividad a las presiones sociales sobre cuestiones como el medio ambiente y la desigualdad a veces es imperfecta, pero está bien informada por investigaciones y sobre todo por el amplio enraizamiento social del partido. Progresa en todos los frentes. Deriva legitimidad real de su constante habilidad demostrada para elevar la calidad de vida de la población, proporcionar un rango creciente de bienes públicos y mantener un alto nivel de orden mientras se deja a la gente hacer lo que quiera en sus vidas diarias. A pesar de los diversos problemas que aquejan a un país en vías de desarrollo del tamaño de China, el consentimiento de los gobernados es alto. Es posible pensar a China como una nueva formación económico-social, en sentido eminentemente marxista. El surgimiento histórico de una nueva estructura que obliga a repensar las posibles combinaciones entre Estado, sociedad y mercado, la representación política, la democracia y la voluntad popular.
Si algo está claro es que el sistema político y económico de China no es estático (ver La Nueva Era del Socialismo Chino). Probablemente sea la encarnación mundana de un modelo que a cada nuevo ciclo histórico de desarrollo reformula los limites institucionales entre Estado, sociedad y mercado, para hacer frente a los desafíos de la siguiente etapa. Uno de los pocos países del sistema mundo que tiene al capacidad de auto-referenciarse (a su propia teoría, cultura, sistema y camino) para la toma de decisiones estratégicas.
Por mencionar apenas un ejemplo reciente, la semana pasada en su informe frente a la Asamblea Nacional Popular, el Primer Ministro Li Keqiang no anunció la tan mentada meta anual de crecimiento económico. El hecho pareció requerir una suerte de ajuste psicológico por parte del periodismo internacional, que no advirtió que hace ya años el PCCh ha diluido gradualmente la importancia política de esta meta, particularmente después 2017, cuando Xi Jinping anunció la adopción de una nueva “contradicción principal”, la cual que sentó las bases de la plataforma de desarrollo para el nuevo ciclo histórico.
La nueva era del socialismo chino se sustenta en la construcción de una nueva economía política basada en tres pilares: Revolución tecnológica, economía verde y erradicación de la pobreza. Estos serán los ejes que definen el horizonte a partir del cual China construirá la nueva economía del siglo XXI. Es interesante mencionar, por ejemplo, que mientras el progresismo occidental de países desarrollados reclama sin demasiados resultados un revolucionario “Green New Deal”, ese mismo “Green New Deal” ya está siendo llevado adelante en estos momentos en China.
A diferencia de los proyectos estatales auto-declarados universalistas (como el imaginario liberal de Occidente) es importante entender que el PCCh no tiene intención de impulsar su propio modelo (política y culturalmente específico) como una receta universal única para todos. No es necesario ahondar mucho en toda la historia de la retórica y acción diplomática China, basada en que ningún país debería tratar de imponer sus propios valores a los demás, para entender lo que siempre dicen: que todos los países tienen el derecho a desarrollar sus propias instituciones culturalmente apropiadas sin interferencia extranjera.
Por lo demás, es dudoso que el modelo de China funcione más allá de sus fronteras.
La voracidad del monstruo chino debería al menos tener como única virtud, más allá de la crítica constante, abrir la posibilidad de comenzar a cuestionarnos a nosotros mismos, según sus implicaciones y expectativas, los límites de nuestro universo simbólico, político y social. No hay que aceptar el modelo Chino, este no quiere, ni va, a ser impuesto en Occidente. Lo fundamental es que nos permita comprender la propia historicidad contextual de nuestras certezas.
El mundo ha cambiado
Cuenta la anécdota que a inicios del siglo XX, cuando la reina Victoria le pidió a Lord Salisbury, por aquel entonces primer ministro británico, que considerara una reforma, este le respondió de manera célebre : “¿Cambio? Su majestad, ¿acaso las cosas ya no están lo suficientemente mal?”.
A pesar de haber transcurrido hace más de un siglo, el relato bien podría aplicarse al mundo actual, en donde profundas transformaciones conviven con un tipo de inercia política que paradójicamente suele mirar hacia atrás al momento de buscar soluciones.
El mundo está cambiando. Más allá de la pandemia, tendencias pesadas previas ya venían manifestando la insuficiencia del padrón de acumulación dominante para asumir la nueva fase de la revolución técnico-científica, intensiva en bienes públicos. La robotización del trabajo amenaza con eliminar millones de empleos, la crisis ecológica acentúa la regularidad de las catástrofes naturales y el fin del crecimiento continuo puede augurar una era de conflictividad social difícil de procesar a través de la estructura institucional liberal.
Harán falta decisiones políticas. Decisiones heroicas.
Uno de los principales legados de la teoría marxista se basa en la idea de que son las desconexiones entre la estructura económica y la superestructura política las que desencadenan las revoluciones. Frente a las profundas transformaciones de naturaleza tecnológica, ambiental y social, en la actualidad esta desconexión es cada vez más un problema global.
La definición de la nueva fase en la disputa hegemónica internacional puede plantearse en base a la pregunta sobre quién podrá reformar mejor su superestructura política de la manera más rápida y eficiente para enfrentar estos nuevos desafíos del siglo XXI. Considerando el historial de reformas internas de China en los últimos cuarenta años, predecir un inminente colapso parece una apuesta extraña. Resta aún ver cuál será la capacidad auto-transformadora de las potencias de Occidente.
Las revoluciones ocurren cuando los sistemas se niegan a cambiar, y China está cambiando rápidamente.
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