Las Guerras del Opio y la Batalla de Obligado

13 agosto, 2018

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En una nota para la edición Nº22 de la Revista Dang Dai, su editor Néstor Restivo cuenta cómo “las guerras británicas, y francesas, y de otras potencias coloniales europeas que se sumaron, contra China, se dieron casi en simultáneo con la batalla de Obligado en el Río Paraná. La Primera Guerra del Opio ocurrió entre 1839 y 1842. La segunda arrancó en 1856 (…) y terminó en 1860. A su vez, la batalla contra la Confederación Argentina ocurrió entre ambas: en 1845, el 20 de noviembre.”


 

Mercado o guerra

Por Néstor Restivo

 

Nave (feliz tras haberse desprendido de su loco comandante y buscando restablecer vínculos): -Hola

Gamer691: -Hola

N: -Somos la tripulación del USS Callister

G:- ¿Luchamos o comerciamos?.. ¿Hola? ¿Tienen algo con lo que comerciar?

N:- …No…

G: -¡¿Y para qué responden?! ¡Salgan ya de mi cuadrante o los haré mierda!

(La nave opta por irse, no le interesa la guerra ahora que es comandada -y es todo un dato- por una mujer, la capitana Nenette).

Epílogo de “USS Callister”, Ep. 1, Temp. 4, de Black Mirror, por Netflix.

 

Por suerte Lord Elgin no entró por el Río de la Plata al Río Paraná en aquellos turbulentos años de mitad del siglo XIX. Si no, quizá hoy Argentina estaría reclamándole al Reino Unido la devolución de aunque sea un yacaré disecado o un cuenco para tereré, eventualmente exhibidos en el Museo Británico… Lord Elgin, parte de una de las familias más poderosas del Imperio, es quien ordenó la imperdonable acción de quemar el magnífico Palacio de Verano, de Beijing, en las guerras del Opio contra China, cuidadoso de robar antes algunas obras de arte que envió a Londres. Y es el mismo que robó el friso del Partenón griego, por eso conocido también, entre los británicos, como “los mármoles de Elgin”; el plural es porque no se llevó sólo el friso.

Las guerras británicas, y francesas, y de otras potencias coloniales europeas que se sumaron, contra China, se dieron casi en simultáneo con la batalla de Obligado en el Río Paraná. La Primera Guerra del Opio ocurrió entre 1839 y 1842. La segunda arrancó en 1856 (justo ese año se creó el HSBC para canalizar las ganancias que dejó el conflicto: ya decía Bertolt Brecht que no es delito robar un banco, sino fundarlo) y terminó en 1860. A su vez, la batalla contra la Confederación Argentina ocurrió entre ambas: en 1845, el 20 de noviembre.

Desde luego, la coetaneidad no es casual. Hablamos del tiempo histórico en el cual Gran Bretaña se expandía para ganar mercados y colocar los productos masivos de su exitosa y pionera revolución industrial, y no se cuidaba de las formas para hacerlo. Podía ser amablemente estrechando las manos al nuevo cliente o, en general, a los cañonazos para imponer su criterio de “libre comercio”.

El Reino Unido tenía un abultado déficit comercial con el Imperio chino. De nada habían valido, a fines del siglo XVIII, los intentos del rey Jorge III de hacerle entender por las buenas al emperador Qianlong acerca de las bondades del made in England. Su enviado Lord Macartney había sido humillado por la soberbia imperial. Unas décadas después, Londres encontró la forma. Como las autoridades chinas habían prohibido el consumo de opio por daños a la salud, los británicos incentivaron su contrabando. El emperador Daoguang, nieto del anterior, de la misma dinastía Qing, reclamó a la reina Victoria, nieta de Jorge y apenas una veinteañera entonces, que no comerciara sustancias tóxicas, amenazando con castigar a los “extranjeros malechores”. Una carta de la corte decía: “Todo opio que se descubre en China se echa en aceite hirviendo y se destruye. Todo barco extranjero que llegue con opio a bordo será incendiado”. Cuando las naves británicas comenzaron a ser hostigadas tuvieron la excusa perfecta, como en otros tantos casos de provocaciones adrede de las historias imperiales, para comenzar el bombardeo a China. Tras las dos guerras y sus sendos tratados, ambos humillantes para los chinos, el de Nanjing y el Tianjin, China perdió Hong Kong en manos de los británicos, devuelta recién en 1997, Macao en manos de los portugueses, y debió otorgar un área en concesión en Cantón (como los europeos nombraban a Guangzhou) a las potencias colonialistas, un arenal que fue poblándose con mansiones europeas y hoy es un bonito barrio de la ciudad llamado Shamian.

Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Rusia, que también obtuvo territorios sobre el Pacífico, pudieron entonces tener legaciones diplomáticas en Pekín, una ciudad cerrada en aquel tiempo; se abrieron nuevos puertos y se habilitó la navegación por el Río Yangtsé para el comercio internacional; se dieron permisos para el tránsito de extranjeros por el territorio chino; y se fijaron cuantiosas indemnizaciones que debió pagar el país vencido.

Algunos personajes de los victoriosos fueron el cónsul británico en Guangzhou, Harry Parkez; su connacional el almirante Sir James Hope Grant, el almirante francés Michael Seymour, el diplomático también francés Jean Baptiste Louis Gros y el ya nombrado Lord Elgin, quien escribió en su diario: “La guerra es una empresa odiosa. Entre uno más la ve, más la detesta”. Pero eso no le impidió saquear e incendiar el Palacio de Verano. El también saqueador de las ruinas griegas fue uno de los generales que entró triunfante a Pekín. Otro personaje fue el gobernador de la colonia de Hong Kong, William Butterworth, quien dijo durante la revuelta de Taiping: “Esta gente debe comprender de una vez por todas que este no es su país” y si siguen molestando “serán tratados como se trata a los locos furiosos” (Richard Gott. El Imperio Británico. Capital Intelectual, Buenos Aires, 2013). Y uno más, el general George Gordon, un masacrador de la Guerra del Opio a quien cariñosamente llamaban “El Chino” y que luego siguió carrera en África, donde participó de la no menos cruenta conquista de Sudán. Allí se encontró con la resistencia de Muhamad Ahmad, quien finalmente lo mató: Gordon terminó decapitado, su cabeza exhibida en una pica.

En paralelo, por los mismos objetivos económicos de la época, pero con diferente resultado, los británicos y los franceses entraron a la fuerza en el corazón de lo que hoy es Argentina. La Batalla de la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre de 1845, sobre el margen derecho del río Paraná a la altura del actual partido bonaerense de San Pedro, tuvo como protagonistas principales al gobernador brigadier Juan Manuel de Rosas, y al jefe de las tropas patriotas, Lucio N. Mansilla, quien junto a sus generales, entre ellos Juan Bautista Thorne, hizo tender tres cadenas bien gruesas de costa a costa, sobre 24 lanchones, para impedir el paso de las tropas colonialistas lideradas por el comandante Sullivan y militares como Charles Otham, y que habían partido desde la Montevideo tomada por la flota anglo-francesa con ayuda de otros extranjeros como Giuseppe Garibaldi (y traidores locales, como siempre). En tanto los conquistadores perdieron entre veinte y treinta hombres en la batalla para romper las cadenas, los combatientes nacionales tuvieron diez veces más víctimas fatales, en una lucha desigual. Pero tal como le pasó, entre otras, a los marines estadounidenses que invadieron Irak a comienzos de nuestro siglo y no fueron precisamente aplaudidos por los iraquíes como se esperaba en Washington, los británicos y franceses no recibieron la simpatía de los mesopotámicos, excepto de algunos funcionarios de Corrientes. De hecho hubo otras de menor fama pero no menos heroicas batallas en Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos: en Paso de El Tonelero, sobre Ramallo; en San Lorenzo y en Angostura del Quebracho; en esta última, con sólo dos bajas personales argentinas, se hundió a 6 buques mercantes y se inutilizó a 2 de de guerra.

Suele decirse que la victoria anglo-francesa en Obligado, y la aventura de fundar una “república de la Mesopotamia” en la línea “divide y reinarás”, fue “pírrica” porque el colonialismo europeo, a diferencia de lo que pasó en China, no pudo hacer pie (por esa vía): no hubo consenso comercial con el país invadido, el cauce del Paraná resultó no muy conveniente ni barato para la navegación, con altos costos, y hubo un triunfo diplomático de la Confederación Argentina porque fue reconocida formalmente por otros países y se conservó la soberanía sobre los ríos interiores (tratados Arana-Southern con Londres, de 1847, que lamentablemente no incluyó el tema Malvinas) y de Tratado Arana-Lepredour con París, en 1849). Felipe Arana era el ministro negociador. Como se sabe, la acción militar en la Vuelta de Obligado mereció el homenaje del Padre de la Patria, el general José de San Martín, al gobernador Rosas.

Tras el fracaso en el Río Paraná y luego de la caída de Rosas y la formación del Estado argentino, Gran Bretaña sí logró hacer sus grandes negocios comerciales y financieros. Agente de un enorme endeudamiento mediante la banca Baring y otras instituciones, pero también de la llegada de inmigrantes, de inversión en infraestructura (sobre todo en trenes) y de las exportaciones argentinas a Europa (en especial, carnes), Gran Bretaña fue un factor clave para la economía argentina en la segunda mitad del siglo XIX y hasta la crisis del ’30, luego de la cual cambió la geopolítica y la geoeconomía globales y, por tanto, el lazo con Londres.

Hay un hilo conductor que se puede trazar entre estas historias de las antípodas Argentina y China, que regaron de sangre, en un mismo tiempo histórico, los deltas del Río Paraná y del de las Perlas (otra coincidencia; ese accidente geográfico de enorme importancia estratégica). Las motivó la ambición colonial de las potencias del siglo XIX, que tan bien describe el historiador Eric Hobsbawm en su libro “Industria e Imperio” al definir esa fase de 1840-95 como de la “segunda industrialización”, o más ajustadamente, como “la era del capital” en 1848-75, en el libro homónimo.

Los intentos de invadir Argentina o el colonialismo en China (tras lo cual Inglaterra pasó a dominar dos tercios del Asia, en especial desde India y queriendo establecer puntos estratégicos para el comercio de bienes y de esclavos con África) se dieron entonces en una de las primeras fases de expansión capitalista, en camino a su fase imperialista.

Ejemplo notable de la época fue también la construcción del Canal de Suez en las décadas de 1850 y 1860, todos puntos estratégicos, y en el caso del canal egipicio rápidamente controlado por los británicos gracias a la acción del premier Benjamin Disraeli y el apoyo de la banca Rotschild, que no curiosamente tenía, y tiene todavía, lazos con el ya mencionado banco HSBC, y que fue la responsable de “reestructrurar” la deuda argentina tras el caso Baring a fines de ese siglo. Otro banco que también jugaba fuerte entonces era el J.P.Morgan. Los tres bancos siguen, en pleno siglo XXI, teniendo que ver con el reanudado proceso de endeudamiento argentino.

Un siglo y medio después, muchas veces se busca comparar la “asociación estratégica e integral” de Argentina con China con la sociedad que nuestro país mantuvo con Gran Bretaña y su sistema imperial, ese en el cual el vicepresidente Julito Roca, al firmar el famoso acuerdo comercial con Walter Runciman en 1933, ubicaba a Argentina como “la perla más preciada de la corona británica”.

Acaso haya complementariedades económicas, perfil de intercambios comerciales y necesidades de obras de infraestructura cotejables. Sin embargo, es incomparable la situación en términos de dominación. Había con Gran Bretaña un patrón primarizador en el intercambio comercial e inversiones, pero había también una colonización de la élite gobernante, una imposición de condiciones, gobiernos locales ilegítimos y en ocasiones ilegales y una coerción manifiesta que arrancó con guerras como la de Obligado o, aún antes, con las invasiones de 1806 y 1807. Y había una oferta de mercado para Argentina enormemente más pequeña. Con China, que sufrió el colonialismo, y que en su época fue un reino con un sistema de tributación al imperio y como máximo una forma de asimilación cultural de quienes querían invadirla, la dirigencia argentina puede buscar una forma de sociedad en mayor igualdad de condiciones; no de simetrías, imposibles por las escalas chinas de todo tipo, pero sí de intereses compartidos. Depende en gran parte de definir una estrategia nacional (o suramericana, fuera todavía mejor, pero tan difícil…), como China la tiene y ejerce sin prisa. Ni pausa.

Categorías: Cultura

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