Por Gustavo Ng
En el centro de la ciudad, el elefante era una montaña. Los horizontes que formaban un círculo a su alrededor estaban hechos de suaves cerros que huían, hundiéndose cada vez más en la transparencia. Los más lejanos eran tenues fantasmas. El elefante hundía su trompa en las aguas del río Li. Aguas eternas, elefante eterno.
Estamos en Guilin, capital de Guangxi. Esta es una zona de los márgenes de China, separada de la cuenca del río Yangtze por las montañas Nan.
Esto es el mundo del sur, territorio de ensueño vegetal y tibio. Guangxi no es una provincia, sino un territorio autónomo concedido a la etnia zhuang. En realidad, es un pequeño país en el que conviven doce etnias diferentes, entreveradas, pero no fusionadas, cada una con sus dioses, sus comidas, su lenguaje, sus fiestas.
Todas aquellas etnias alimentan de ciudadanos la urbe gigante de cinco millones de personas. Así y todo, Guilin es una peca en un paisaje tan hermoso y de características tan peculiares que se impone y es reconocido de un vistazo. Un territorio infinitamente apacible, de montañas que las lluvias moldean caprichosamente hasta hacer de cada una de ellas una criatura única. Se anda entre las montañas y se las ve dialogar, se empatiza con sus sentimientos, se distingue su personalidad. Todas son hirsutas, revestidas de pelo siempre verde y desordenado. El agua que las moja desde la eternidad penetra en ellas, forma cuevas, escurre hacia bañados en donde los humanos cultivan arroz y hacia ríos sobre los que se vuelcan, como animales que beben, los bosques de bambú.
Nos largaremos a flotar en una balsa por el río Li. Veremos turistas que disfrutan un crucero (los saludaremos cuando nos hayamos tirado a nadar, y nos tomarán fotos). Haremos largas caminatas por pequeños senderos que serpentean cerca de sus costas. Llegaremos a Yangshuo, donde este paisaje entra en un mundo de ensueño del que no es posible sustraerse.
Otro de los lugares mágicos cercanos a Guilin (unos 100 kilómetros) son las terrazas de cultivo de arroz de Longji. Allí todo parece fosforecer, los colores del cielo, los cultivos, el agua, y también le vida de sus habitantes, gente de las etnias yao y zhuang.
De regreso en Guilin pasaremos un día en el parque de Los Dos Ríos y los Cuatro Lagos, donde encontraremos la antigua Puerta del Sur de esta ciudad de dos mil años, y una casa de té en una isla, y notables estatuas y árboles sagrados. Cuando se haga de noche nos fascinará la visión de dos altas pagodas hermanas, una iluminada de blanco, la otra de rojo.
Nos meteremos en la Caverna de las Flautas, auténticas entrañas de la tierra. Caminaremos por intestinos geológicos, de piedras de formas redondeadas y viscosas, que brillan recubiertas de una membrana de gelatina mineral. Por todas partes escucharemos los infinitos sonidos del agua, reina del espacio. El agua está en todas partes. Corre en hilos por pisos y paredes, gotea de todas las piedras, forma estanques, baña rocas grandes como montañas, llena el aire en forma de humedad perenne. Una humedad que cubrió la piel de los dinosaurios, como ahora cubre la piel de los murciélagos, y la nuestra.
Subiremos, bajaremos, patinaremos, treparemos por terrenos vivos. La oscuridad nos impedirá ver dónde pisamos. No resistiremos la tentación de tocar las paredes, y sentiremos que transpiran frío, como un anfibio descomunal.
De repente se abrirán espacios enormes. Bestiales pterodáctilos podrían volar allí dentro libremente. Desde que son turísticas, el interior de las cuevas está iluminado de colores. Estalactitas monumentales penden del techo esculpidas por una luz roja, verde, azul, en medio de sombras.
Y entre las sombras andan los humanos turistas, por el sendero tortuoso. Son miles, hacen un río de hormigas minúsculas y estrafalarias, cada una con un celular en la mano, todas asombradas, un poco torpes, chocándose, hablando, mirando, tan ajenas al lugar como extraterrestres.
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