Turpan: el remolino de los reinos de barro

22 marzo, 2017

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Por Gustavo Ng

Estábamos sentados frente a los restos de un paredón en el medio de la nada. Estaba hecho de la misma tierra que nos rodeaba hasta el horizonte circular. Ni madera, ni metales, ni vidrios. Eran las ruinas de una ciudad llamada Gaochang, y estaban a punto de devolver al suelo el polvo que los hombres habían tomado para levantar casas, palacios, templos y muros.


Quizás fue un sueño. Coraline y yo estábamos frente al murallón que había medido 11 metros y aún se alzaba gigante como una montaña. Era un tótem de pura tierra y alma. Sentíamos su extraño poder, en el desierto de Gobi, a más de 150 metros bajo el nivel del mar, adonde el calor alcanzaba los 50 grados, y a decenas de miles de kilómetros de cualquier mar.

El presente del sueño era el futuro de una ciudad que durante 1.400 años fue esplendorosa. Nos decían que se extendía por 200 hectáreas encerradas en una muralla con nueve pórticos, que fue iniciada en el siglo I a.C., que fue avanzada en el Oeste de las dinastías Han, Jin, Sui, Tang. Que fue eje de la Ruta de la Seda, que en una época recibía miles de monjes budistas. Que fue Karakhoja, la capital del Reino Uyghur de Qocho.

Habíamos llegado desde la ciudad de Turpan (o Turfan, o Tulufan), en la  provincia de Xinjiang, extremo noroeste de China. La realidad estaba preñada del poder de los sueños. Todo era posible. Nos conocimos contándonos historias en la trasnoche, sobre alfombras y almohadones.

Una mañana caminamos sin rumbo. Pasamos por un mercado en el cual los vestidos para niñas, las montañas de frutas secas, los teléfonos celulares, las gallinas, los gorros, los cuchillos y los tapices formaban una sola masa abigarrada.

Más tarde íbamos por una calle curva y vimos aparecer una mezquita, que era azul, rosada, verde y amarilla, y tenía cuatro torres, y cada torre estaba coronada por una luna. De la mezquita salía una muchedumbre de hombres con sus barbas y sus sombreros, vestidos con formalidad. Eran uyghures, miembros de la etnia mayoritaria en aquella región de China. Son musulmanes, cultivan tradiciones de la época de los Reyes Magos, hablan una lengua turca pero escriben con alfabeto árabe; algunos quieren no pertenecer a China. Fueron pastores y fueron reyes. Han convivido con los chinos de los imperios del Este desde hace más de veinte siglos.

En las familias uyghures se entreveran de modo fascinante las fisonomías, la madre tendrá aspecto mongol, el padre es un turco morocho, un hijo, un rubiecito de ojos grises y rasgos de chino, una hija es una kazaka oscura y fascinante, otra hija, una rusa blanquísima. Pareciera que allí se condensan todas las fisonomías euroasiáticas, no fusionadas, sino entreveradas, quizás como clave de lo que fue la Ruta de la Seda, en la que gente de todas las naciones intercambiaban sus mercancías, su idiomas y su sangre. Viajar a Turpan es viajar al corazón de esa trama que exhibe la variedad humana de modo casi onírico.

Fuera del centro de Turpan, caminábamos junto a unos viñedos milenarios. Nos metimos y arrancamos racimos hechos pasas que colgaban semanas después de la vendimia, en un lugar tan seco que la ropa se secaba apenas se la tendía. Las uvas y los melones que nacen allí son como gotas de miel, y alimentan a todos los casi 1.400 millones de chinos.

Al final del camino encontramos un templo labrado con precisión milimétrica, hecho de barro, sombras, geometría y frescura. Al entrar, nos sentimos en una nave espacial perdida en los siglos. Los agujeros en paredes y techos hacían que el sol iluminara más que la luz artificial.

La obra, más reciente (que data del siglo XVIII, cuando la dinastía Qing y los uyghures derrotaron a los mongoles Dzungar), nos hizo comprender cuán magnífica debió haber sido aquella ciudad de Gaochang, repleta de templos como éste. Un minarete cónico se erige 45 metros hacia el cielo seco, casi blanco. Estamos en el Minarete de Emin.

Un día despertaremos en una aldea de barro que continúa habitada. Nos sentiremos en el siglo IV d.C. Los viejos y los burros tenían la misma expresión de entonces en la cara, las mujeres vestían de la misma forma, los chicos jugaban a los mismos juegos, era la misma luz, el mismo viento, las mismas nubes.

Estábamos en la villa más antigua de los uyghures, en el Valle de Tuyuk. Veíamos, como una reliquia inserta en el valle, un mazar, mausoleo musulmán, en el camino hacia las Cuevas de Bezeklik, donde encontraríamos miles de pinturas budistas.

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