Ante China, el desafío de superarnos
La agencia Télam publicó una nota de opinión del embajador argentino en China, Diego Guelar, en la que reconoce “la maduración de una comunidad chino-argentina” y que “nuestra vinculación con la emergente superpotencia que se ha convertido en un mercado vital y un inversor y financista central de nuestro desarrollo presente y futuro”, para observar que “aparecen las mismas taras de toda nuestra historia: la mezcla de admiración, desprecio, miedo y desconfianza.” Para superarlas propone “el respeto, el reconocimiento del otro, el aprendizaje fecundo, el entender que el pasado es presente y es futuro y los tres se fusionan en la historia como patrimonio común.”
– La grieta no la inventó Kirchner
Por Diego Guelar
La Argentina es tierra de inmigrantes y emigrantes. De los que se desplazaron del interior a las grandes ciudades –migrantes internos-, quienes contribuyeron a crear los grandes centros urbanos (en particular el área metropolitana de Buenos Aires, con más de 13 millones de habitantes), y los inmigrantes que “bajamos de los barcos”: españoles, italianos, judíos y árabes, más armenios, irlandeses, alemanes, polacos y otros.
Así se constituyó nuestro “crisol de razas” y se aplicó una política educativa tendiente a fusionar estas culturas diversas –la criolla, la de los pueblos originarios y la de los inmigrantes- para constituir un “ser nacional” homogéneo y único.
Esto fue normal en la mayoría de los países que registraron procesos similares –Brasil, Australia, Canadá y México, entre otros – pero con características y matices diversos.
En la Argentina “inventamos” una interpretación particular: degradamos la identidad original aplicando apelativos insultantes: 1) a todos los españoles los llamamos “gallegos”, al margen de su origen regional y agregándole una connotación peyorativa; 2) a los italianos, tan diferentes si provenían del sur o del norte, los unificamos despectivamente como “tanos”; 3) a los judíos los llamamos “rusos”, cuando la verdad es que venían perseguidos de Rusia, donde se les negaba la plena nacionalidad; 4) lo mismo ocurrió con los árabes procedentes de El Líbano y Siria, así como con los armenios, que habían padecido la opresión otomana: los denominamos “turcos”.
A los “criollos”, por otra parte, los subdividimos por clases sociales: a) los que provenían de familias encumbradas o que se hicieron ricos antes del fin del siglo XIX los hicimos “patricios” u “oligarcas vacunos”, y a los desfavorecidos económicamente, simplemente los bautizamos como “negros”.
Se cultivó, así, más allá de los avances democráticos y por dentro de los pliegues sociales, una profunda fractura interna que últimamente describimos como “la grieta”.
Vemos que el fenómeno no es nuevo y tiene profundas raíces históricas que vienen marcando cada una de las etapas políticas de los últimos 200 años.
Primero fueron los “gringos” del radicalismo y el sindicalismo fundacional, luego los “negros” del peronismo, y siempre una supuesta clase dirigente que despreciaba a unos u otros aunque coqueteara con ambos. Y cuando eso no funcionaba, estaban “los milicos” para que “pusieran orden” y “restablecieran las instituciones”.
Si bien esta última versión –los golpes de Estado militares- ha desaparecido, la sociedad civil está lo suficientemente fracturada como para generar inestabilidad política, hiperinflación o defaults que han producido heridas muy difíciles de superar.
Hoy estamos atenazados por dos interpretaciones simplistas: a) vivimos atados al pasado y “sólo el peronismo garantiza la gobernabilidad”; y b) el pasado no existe, el sistema político anterior ha desaparecido y ahora viene “la hora del futuro”, sin ataduras históricas, ideológicas ni partidarias.
Ambas contienen, además, un elemento común: una profunda falta de respeto por las grandes naciones -sean los Estados Unidos, el Reino Unido, Francia o Rusia; o las naciones vecinas, Chile, Paraguay, Bolivia, Brasil y Uruguay- combinado con una admiración religiosa por los avances tecnológicos producidos en el extranjero.
Por una vía o la otra, existe entre nosotros una fuerte negación de nuestra verdadera identidad plural donde “lo interno” y “lo externo” se cruzan, se fusionan e interactúan en forma compleja pero fluida.
Ahora se suma nuestra relación con China. Por un lado, la maduración de una comunidad chino-argentina cada día más importante. Por el otro, nuestra vinculación con la emergente superpotencia que se ha convertido en un mercado vital y un inversor y financista central de nuestro desarrollo presente y futuro.
Y aquí aparecen las mismas taras de toda nuestra historia: la mezcla de admiración, desprecio, miedo y desconfianza.
¿Cómo incorporar esta nueva realidad sin caer en los errores del pasado? La respuesta es una sola y nos sirve para enfrentar este nuevo desafío así como para superar los errores que seguimos practicando: el respeto, el reconocimiento del otro, el aprendizaje fecundo, el entender que el pasado es presente y es futuro y los tres se fusionan en la historia como patrimonio común.
Hoy enfrentamos una nueva posibilidad de consolidar una Nación –la nuestra- que sigue invertebrada y dividida. Hagamos que lo nacional y lo extranjero, el interior y la capital, el campo, la industria y los servicios, todo confluya en función del bien común.
¿Es posible? Sí, es posible.
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