Restaurante Beijing: un cromático idioma de sabores

17 febrero, 2015

alt
Por Pablo Helman

Gracias a los señores Li Xiu Ying y Zhang Li, dueño y chef de Beijing, en Palermo, Buenos Aires, confirmamos algo que intuíamos pero que en su restaurant encuentra constatación: no es lo mismo el idioma que un lenguaje. El lenguaje, la lengua, tiene sí una gramática, al igual que el idioma. Quienes quieren conocer qué se cuece en las cuatro regiones gastronómicas de China —el sur cantonés, Beijing y sus alrededores, Shanghai y los suyos y Sichuan y el oeste— se encontrarán aquí con ejemplos cabales, precisos, bellos. Pero, como dijimos, la experiencia invita a pensar —y sentir, obviamente— más allá.

 


No es solamente un idioma lo que llega a platos tan complejos como el Pez en forma de Ardilla con salsa agridulce, sino que sentimos al comerlos la expresión potente de un lenguaje. Lenguaje que tiene el don de iluminar aún lo oscuro, lo menos comprensible. Lo más abstracto y lo más complejo. Ese que se comprende mejor en el silencio que en la palabra. Ese punto en el que el sabor se convierte en saber. Aquello que tiene la comida para ofrecernos y, también, para deslumbrarnos. Expliquemos un poco todo este asunto.
Quienes tuvieron la suerte de ver la cuarta temporada de esa serie norteamericana tan extraña, que se llama Louie, se encontraron con una extraña historia de amor. El protagonista, Louie CK, vive una historia de amor con una húngara, de nombre Amia. Louie habla sólo inglés y Amia, sólo húngaro. No comparten idioma y sin embargo, consiguen conectarse. Casi se diría que el protagonista se conecta con esa mujer como con ninguna otra.
¿Cómo se produce el encuentro? Básicamente, en tres aspectos: el primero es caminar (y mucho) por la ciudad de Nueva York. El segundo es en la experiencia erótica: hay entre ambos un erotismo que no sólo es sexual, sino algo más rico y complejo.
El tercer aspecto de la conexión entre estas dos personas que no comparten el idioma es la comida: Louie la lleva, a lo largo de los capítulos en los que están juntos, a lo largo de su historia de amor, muchas veces a comer. A sus lugares favoritos. A los secretos mejor guardados de la ciudad. A los mercados y a los deli. En ese lugar de sabores es donde ambos consiguen encontrarse. Y deslumbrarse.
Si esto es posible —y mágico y complicado— entre dos personas, todo se potencia cuando se supera esa intimidad y se genera otra. Beijing, en pleno Palermo, consigue ese efecto: no importa —demasiado— precisar palabras, nombres, traducir, adaptar. La clave aquí es que uno puede entender qué es lo que la cultura transforma en alimento. O viceversa. E incluso más: uno se va de Beijing con la sensación de que no sólo entendió: también comprendió algo.
Una vez, un chef de esos mediáticos, se refirió a unas rúculas, como de “color technicolor”. Más allá del efectismo de la frase, esa fue una de las asociaciones que tuvimos mientras comíamos (y veíamos cocinar) en el lugar: la intensidad de color, poderosa y sutil, presente en cada plato. Los colores: por ejemplo, la salsa de arándanos, de un rojo casi negro, texturando la torre de taro, cayendo incluso sobre las tortitas de calabaza rebozadas con sésamo. Rojos que viran del negro al violeta, al casi azul, colores que se transforman en sabor: dulces que se hacen ácidos con bordecitos apenas picantes. Aquí la salsa no es un adorno, sino un mensaje: el tubérculo lo recibe y lo transforma, se transforma en una nueva armonía. Y todo en un plato que es complejo por matices y simple por texturas, que se “come fácil”, pero se recuerda mucho por intensidad aromática.
Lo mismo sucede en las tartas de cangrejo con las claras revueltas: allí tenemos toda la seducción marina posible y un trabajo —del chef, de la historia, de la traducción— para que se transforme en colores que se comen, se huelen, esencias atrapadas que se despliegan en la boca. En el lenguaje. En la lengua. O con los langostinos: uno tiene la sensación de que el mar es aquí ese origen del que hablan casi todas las mitologías: no sólo la posibilidad de nutrirnos, sino también la de pensar el tiempo, el espacio, los límites de la percepción.
En Beijing hay Pato laqueado pekinés. También hay arrolladitos primavera. Casi dos extremos de nuestro conocimiento sobre la cocina china. El de los arrolladitos, que definitivamente participa de lo que podríamos llamar cocina porteña y ese otro que es un símbolo, una ceremonia, un rito. Fileteado, crocante y tierno, se sirve a la manera tradicional (que es parecida a como se comen los tacos mexicanos, por ejemplo) en un fin de fiesta poderoso
Decíamos más arriba que Louie y Amia caminaban por Nueva York. Que también en eso consiste su historia de amor. Beijing está en un lugar de Buenos Aires en el que las propuestas gastronómicas, y sobre todo las propuestas gastronómicas de altísimo nivel, abundan. Sin embargo, no es un “restaurante de Palermo”. Su arquitectura sugiere otras cosas: amplitud, ladrillo a la vista, hormigón en las paredes. Es un sitio moderno con decoración china. Arriba hay salones para almuerzo privados. Abajo, muchas mesas redondas en las que circulan los platos. Hay una carta de vinos argentinos de esos que también son lengua, lenguaje: Angélica Zapata, D V Catena, nombres que hablan de cultura y calidad. Nosotros preferimos almorzar las delicias con un té ajazminado, fragante y largo, que eligió el genial Luis, un mozo que llegó de China en el 2001 —“a los pocos meses que vine, De la Rúa se fue en helicóptero”— y que nos explicó cada plato con
 paciencia y saber infinitos.
Ese “largo” que aún perdura en el momento en que escribimos esta crónica. El largo de un té, de un vino, de un plato es otro punto en el que la lengua trasciende el idioma: la corporización de la memoria. Eso es parte del mensaje que nos dice, sin palabras o con la cantidad justa de ellas, este Beijing de Palermo.

Categorías: Cocina

PUBLICAR COMENTARIOS