Los “verdaderos súper chinos”, en revista dominical
“Lejos de estereotipo que los encasilla atendiendo autoservicios, hay chinos que son ejecutivos y empresarios que disfrutan del éxito. Y hasta coquetean con la política.”, escribe Marina Aizen para anunciar el contenido de su nota en la revista Viva (Clarín) del domingo pasado.
A esa altura de la noche, había brindado tantas veces, que podría haber perdido la razón fácilmente. A cada rato, los comensales de una enorme mesa redonda se ponían de pie, levantando con ambas manos una copa de vino para decir “ganbei”. En chino, esto significa “fondo blanco” y, por lo tanto, las copas debían quedar vacías tras el choque sonoro de cristales. Brindando con felicidad, y con una parafernalia de comida exquisita que circula en una plataforma giratoria en el sentido de las agujas del reloj, es que los chinos hacen negocios y aceitan lazos políticos, aún aquí, en la Argentina. Deambulan entre boxes reservados de restaurantes de verdadero lujo asiático, compartiendo impresiones en su idioma natal, aunque con la lengua algo suelta por el alcohol. Me lo diría luego otro joven notable de la comunidad: si no sabés tomar, tampoco podés jugar el juego del poder. Así son los códigos de los verdaderos “súper chinos”.
Olvídense del estereotipo de chino austero, reservado y laborioso que han forjado en su mente, producto de ir a cualquier hora a un autoservicio. Los chinos exitosos gozan y exhiben su éxito material sin pudores, junto a una explosión pantagruélica de comida: centollas ampulosas, sopa de mondongo de cerdo, fideos finitos como cabellos, mariscos, pato laqueado e infinidad de platos cuyo nombre jamás podré pronunciar.
Pero además de comer y beber, está el karaoke. Las imágenes que acompañan la música son entrañables para cualquier chino: montañas nevadas y delicadas grullas. El tipo que vi cantar, entrecerraba los ojos, mientras el resto le hacía de coro. Su canción hablaba de la nostalgia del terruño, en su caso, una ciudad que está casi en la frontera con Siberia. Los que tarareaban con él eran todos comerciantes del Once, dedicados a la importación más diversa.
Los “súper chinos” no son, sin embargo, nada homogéneos, porque entre ellos hay gente que llegó en diferentes oleadas migratorias, producidas por diversos fenómenos. En nuestra mesa, estaba, por ejemplo, el Sr. Chen, que vino en 1956 desde la India, presuntamente tras haber estado en la guerra de Corea. Debió casarse con una argentina (que a cada rato le decía: “che, Chen”), porque en esa época sólo había chinos dispersos, no ligados a ninguna corriente migratoria particular, como sucedió después. Hizo fortuna como joyero. Y a quien quiera oírlo, le cuenta que tiene miles de hectáreas de campo, cosa que a un chino recién llegado le suena francamente asombroso: no hay tal cosa como un latifundista en la madre patria, el país más poblado de la tierra. Los más jóvenes lo trataban con venerable respeto: es el anciano. “Ganbei, ganbei ”, le repetían a cada rato. Y el señor Chen devolvía la gentileza contento hasta dejar la copa limpia.
El rey del arrolladito. Entre los chinos veteranos sobresale el señor Foo-Ching Chiang, y aunque usted no lo conozca, está bastante ligado a nuestras vidas. ¿O acaso nunca probó un arrolladito primavera? El fue quien lo trajo de Taiwán, o mejor dicho, a él le mandaron la receta por carta, y luego la adaptó al gusto argentino. La empanadita original se come para Año Nuevo y tiene verdura y maní, cuando aquí se hace con carne y cebolla, casi como una empanada tucumana. Su restaurante, Casa China, fue el primero del país y lo abrió en Córdoba. Después, inauguró una sucursal a una cuadra de la Quinta Presidencial de Olivos. Es por eso que le enseñó a usar los palitos a varias generaciones de mandatarios, civiles y militares, desde Illia en adelante.
El retrato de la inmigración china en la Argentina coincide con las vicisitudes económicas y geopolíticas del Lejano Oriente. Aquí, por ejemplo, está muy presente la división entre la gente proveniente de Taipei y de Beijing, a tal punto que el Barrio Chino se dice en mandarín: “Calle de Taiwan”. Entre los viejos taiwaneses, que vinieron en los 70 (cuando en la isla había una gran crisis económica) y los llegados entre el 90 y el 2000, que en su mayoría vienen de la provincia de Fujian, hay aún un “ellos” y “nosotros”, como si todavía los separara una gran muralla. Ambas migraciones se caracterizan por haber arribado más bien pobres o con poco capital, aunque los taiwaneses traían mayor nivel de educación que muchos fujianeses, que eran de raigambre campesina. Sin embargo, en ambas veredas hubo gente que hizo mucho dinero.
Fernando Yuan Jian Ping llegó al país en los albores de la democracia, de la mano de un dirigente histórico del Partido Justicialista: Jorge Antonio. Aunque vino a participar de un emprendimiento agrícola como contador, hizo su fortuna vendiendo unas zapatillitas de kung fu, que de la noche a la mañana se hicieron famosas. Ahora vive en Puerto Madero y exporta vinos de primera línea a China, ya que tiene exclusividad con las bodegas más finas. El promovió la instalación del arco en el Barrio Chino. Su plan es hacerse famoso más allá de las fronteras de la comunidad y saltar a la política, postulándose para como candidato a legislador por la Ciudad de Buenos Aires. Si lo consigue, será el primer político oriental del país, un récord. Sus lazos con el poder, aquí y allá, son fluidos, y él (como decía Mao) se mueve como pez en el agua en todos lados.
Los yuppies orientales. Sin embargo, hoy hay una nuevos chinos que no tienen nada que ver con las grandes oleadas migratorias. Son jóvenes universitarios, que vienen a trabajar a las multinacionales de su país que avanzan a medida que se profundizan las relaciones entre Buenos Aires y Beijing: hay bancos, empresas de telecomunicaciones, compañías mineras, de computación y transporte marítimo. Al revés de sus otros compatriotas, estos chicos son los retoños de la nueva clase media y de la política de hijos únicos, que rigió en China hasta hace muy poco tiempo. Fueron híper exigidos como niños, tomando clases de tenis, piano, canto, idioma y lo que se les ocurra, sin mucho tiempo para jugar. El momento más importante de sus vidas fue cuando entraron a la universidad: no lo hace cualquiera y eso determina su futuro.
Ahora estos pequeños tan celosamente educados se convirtieron en profesionales de primera línea. Pero sólo vienen aquí con la intención de volverse al pago e iniciar su verdadero “sueño chino” (o zhongguo meng, en mandarín): casarse, empezar la familia, tener casa propia y prosperidad material.
No es tan sencillo conocerlos porque no se relacionan demasiado con los argentinos. Trabajan muchísimas horas, aunque en un régimen más relajado del que hay en su país natal. Esto les llama mucho la atención, así como la falta de smog en nuestras ciudades, que es el costo que tienen que pagar allá por ser la fábrica del mundo. O, al menos, esto me cuenta Lili, una de estas jóvenes perfectas de elite, mientras caminamos por Puerto Madero. Me señala el cielo azul casi como una novedad y sonríe.
La última escala de Lili en China fue Shezhen, la ciudad súper moderna donde empezó la “revolución capitalista”, que además es la sede de la compañía en la que trabaja. Pero, en realidad, es de otra provincia donde aún viven sus padres, o sea que es una doble migrante. Es bonita, viste a la moda y usa todos los accesorios tecnológicos que hay que tener. Me confiesa que cuando era chica no le gustaba la educación súper estricta y sin pausas. Es, por ejemplo, campeona profesional de tiro. “Pero estas cosas me dan la diferencia”, sostiene ahora.
Más allá de la globalización, la sociedad china moderna sigue conservando los valores familiares tradicionales, entre ellos, el mandato de que hay que casarse antes de los 30. Por eso, Wang Zimo, otro joven chino, me confiesa aliviado: “Acá no siento esa presión. Mis compañeros de secundario ya tienen hijos”. Vía telefónica, la mamá le reclama a los llantos que empiece a formalizar una familia. El, por ahora, tiene novia mexicana.
No es fácil tender un puente entre las dos culturas, pero los que pueden hacerlo son los hijos de los primeros inmigrantes chinos, entre ellos, Pablo Yu. Como habla mandarín fluidamente (aunque no lo puede leer), ha logrado escalar posiciones en una importante multinacional y tener un doble éxito: aquí y allá. Esto, sin embargo, no quiere decir que de vez en cuando no se pegue un tropezón cultural. Para su sorpresa, por ejemplo, las chicas de China prefieren a los tipos más callado que a los langas charlatanes, como lo es nuestro chico porteño.
Carlos Lin Wen Chen es otro exitoso argen-chino: es el primer locutor de origen oriental de la televisión, la voz de los mundiales de tango y del Año Nuevo chino. Formado en la profesión por Juan Alberto Badía, él es además una especie de puente entre los taiwaneses y los chinos continentales, ya que ambos lo reconocen como referente por su éxito profesional. Entre otras cosas, enseña mandarín en el programa Chino Básico TV (Metro), de una productora perteneciente a poderosos empresarios de Shanghai. Aprovechemos, entonces, su sabiduría. Y repitamos ahora en voz alta: “Quán wén wán”. Literalmente: esta nota terminó.
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