Cenando con Petrecca, Wang Xiaoyu y Mei Yuan en Los Cinco Corderos
El poeta y periodista Miguel Petrecca cuenta en su blog dedicado a China Como una mosca de largas zancas, su afición al restaurante chino de Buenos Aires Cinco Corderos, donde se sirven jiaozi y tieban son “próximos a lo que uno puede encontrar en China” y a cuyo dueño “se lo ve salir de la cocina ya con el casco puesto” para hacer el delivery. Desde una mesa de Cinco Corderos, Petrecca viaja a la biografía del cocinero Wang Xiaoyu, de la dinastía Ming. Escrita por Mei Yuan, detalla que “su arte culinario era de una destreza tal que hasta las personas a más de diez pasos de distancia empezaban a babear al ser alcanzados por el olor”.
En Buenos Aires, uno de mis restaurantes chinos preferidos (y de mucha gente) es el Cinco Corderos de la calle Las Heras, un lugar a esta altura casi de culto. Hay muchas razones por las que el Cinco Corderos resulta memorable, pero tal vez la primera, o la que impacta de manera inmediata tiene que ver con la atmósfera, ligeramente irreal, mezcla de nave espacial y set de filmación, siempre medio desierto sin importar a qué hora o qué día uno vaya. Luego, sin duda, está la comida, que es generosa y bastante próxima en muchos platos a lo que uno puede encontrar en China (los jiaozi o ravioles, por ejemplo, o los tieban, los platos hechos a la plancha). Pero tal vez lo más importante del lugar son las dos personas que lo habitan: un matrimonio de chinos de la provincia de Cantón que viven en Argentina hace más de veinte años. La mujer, que se ocupa del servicio y de sacarle fotos a la comida, es inmediatamente querible, por su risa demente y su hiperkinesis gratuita; el marido, por su parte, tiene dos identidades: es el cocinero (tercera generación en la familia) pero también se encarga del delivery: uno no necesariamente conecta en seguida estas dos identidades, pues en su faceta de delivery se lo ve salir de la cocina ya con el casco puesto, como una especie de super héroe, y dirigirse como una tromba hacia a la moto. Luego vuelve y sigue cocinando como si nada. Una vez, que había estado conversando con él y tratando que me enseñara algunos secretos de cocina, me dijo: “El hombre tiene dos manos, dos piernas, dos ojos, dos orejas; por lo tanto, naturalmente hay también dos sabores: lo dulce y lo salado. Eso es lo más importante que tenés que saber.”
La biografía siempre ha sido un género muy cultivado en la literatura china. Casi desde los comienzos de la literatura, los chinos han tenido la afición de escribir pequeños esbozos biográficos de personajes históricos, que luego iban a parar a la sección de documentos históricos de las grandes enciclopedias de cada dinastía. Pero biografías de cocineros, aparentemente, sólo hay una en toda la historia de la literatura china imperial. La escribió Mei Yuan, un gran poeta de la dinastía Ming que además de poeta era un gourmand: uno de sus libros más famosos es un resumen de la cocina de su época que se llama “Recetas del Jardín de Sui”). Al leer la biografía de Wang Xiaoyu, el cocinero de Mei Yuan, me acordé un poco del cocinero de los Cinco Corderos.
(Entre paréntesis, “Cinco Corderos” en China es otra manera de referirse a la provincia de Cantón; la expresión viene de una leyenda, según la cual en el pasado hubo cinco inmortales que llegaron a la provincia de Cantón montados en cinco corderos y llevando cada uno un cultivo diferente, que le ofrendaron a la gente del lugar para asegurarse de que nunca más hubiera hambrunas. Hoy hay una escultura muy famosa que recuerda un poco esta leyenda).
Biografía de Wang Xiaoyu
Xiaoyu, de apellido Wang, era un hombre de origen humilde, cocinero de carrera. Su arte culinario era de una destreza tal que hasta las personas a más de diez pasos de distancia empezaban a babear al ser alcanzados por el olor. Cuando llegó a mi casa por primera vez me pidió que le indicara una lista de mis platos preferidos. A pesar de ser amante de la comida como Ying Changhou de la dinstía Jin, yo temía a la vez que él fuera demasiado fastuoso y le dije, suspirando: “Soy pobre y no puedo gastar en cada comida más que una cantidad limitada.” El se sonrió y respondió: “Prometido.” Al rato, trajo una bebida deliciosa, de un dulzor tal que tomé sin parar hasta satisfacerme. Cuando mis visitas supieron de él, no faltó quien trató de llevárselo.
Xiaoyu siempre iba al mercado personalmente a comprar los productos. Decía: “Cada cosa tiene su naturaleza. Si su naturaleza es buena, lo compro.” Después de comprar las cosas las lavaba, las calentaba y las pelaba, luego las cocinaba. Los comensales, eufóricos, satisfechos, se ponían a bailar, no faltaba a veces quien llegaba hasta morder el plato. Sin embargo, él no hacía más que seis o siete platos, nunca más. Cuando estaba frente al fuego, se paraba como un pájaro, el ojo inmóvil, mirando el wok, respirando en medio de un completo silencio. Haciéndole un gesto hacia el hombre que manejaba el fuego, decía: “Fuerte”, hasta que el sirviente quedaba rojo como un sol. Decía: “Lento”, y el hombre disminuía la cantidad de leña. “Esperar”, y entonces parecía que abandonaban el fuego; pero al rato decía “Ya está listo” y el otro tenía que apurarse a sacar la comida del fuego. Si el otro desobedecía en lo más mínimo o se demoraba apenas, Xiaoyu se ponía furioso y comenzaba a los gritos, como si un segundo de tardanza pudiera arruinar todo. Tiraba los condimentos con la mano, a ojo, nunca lo vi meter el dedo para probar. Cuando terminaba de cocinar se lavaba las manos y se sentaba, limpiaba y afiliaba sus utensilios, que eran más de trece entre pinzas, tridentes, cuchillos, cepillos. Guardaba todo en los cajones. A veces había alguno que recogía alguna gota que había salpicado y se frotaba los dedos, tratando de estudiar a partir de esa gota su secreto. Pero nadie nunca lograba imitarlo.
Cuando le pedían consejo respondía: “Es difícil de decir. Ser cocinero es como ser médico. Tengo que analizar con un mismo espíritu la compatibilidad entre cien sustancias diferentes, y examinar el nivel de fuego y de agua, de manera que un solo bocado sea tan delicioso como diez mil.” Si se le preguntaba acerca del orden de los platos decía: “Primero van los más fuertes, en segundo lugar los más livianos; lo común debe predominar, lo raro va entremezclado. Cuando veo que la lengua está cansada, le doy picante para despertarla; cuando veo que el estómago está lleno, le doy agrio para comprimir la comida.” Yo le decía: “ Manejás a la perfección los Ocho Platos Preciosos y las Siete Formas de Cocinar; eso es lo básico en un cocinero. Pero hacer una comida deliciosa a partir de dos simples huevos, eso es algo fuera de común, ¿Cómo puede ser?” El respondía: “Ser capaz de lo grande e incapaz de lo pequeño: eso es vulgaridad; ser capaz de lo simple e incapaz de lo sofisticado, eso es falta de talento. El sabor no está en el tamaño, no está en el valor de los materiales. Si hay talento, un par de verduras son lo suficientemente preciosas; si no hay talento, aunque tengas tres cuartos repletos de jilgueros preservados en sal, no servirá para nada. Los que buscan la fama cocinan platos tales como Carne asada del Mundo Celeste, Carne disecada de Dragón cornudo, Bolas de Fénix de la Montaña del Cinabrio, Tiburón rojo de la Laguna de Li. ¡Qué gente ridícula!” (…).” “Con su talento, podrías estar trabajando en la casa de una familia rica, y en cambio permanecés en el Jardín de Sui, ¿por qué?” “Es difícil encontrar a alguien que lo comprenda a uno, pero más difícil aún encontrar alguien que sepa apreciar el sabor. Yo me esfuerzo con toda mi alma para dar de comer a la gente. Cuando entrego un plato entrego también mi mente, mi estómago, mi vientre, mis riñones. Pero esas personas que tragan y beben ruidosamente estarían igualmente satisfechas con un pedazo de madera podrida. Gente así es incapaz de apreciarme, y con ellos mi arte también retrocedería día a día, pues la persona que nos entiende no es sólo aquella que conoce nuestras virtudes sino la que conoce nuestros defectos. Usted nunca ha dejado de quejarse, incomodarme y discutirme. Pero estos tormentos son el precio doloroso que se paga por la gloria. De esa forma mi arte avanza día tras día. Por eso prefiero quedarme aquí.”
Xiaoyu murió menos de diez años después. Cada vez que me siento a la mesa a comer no puedo evitar llorarlo, recuerdo sus palabras, en las que había una sabiduría capaz de servir a un gobierno y de hacerse literatura. Vaya esta pequeña biografía en su honor.
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