La “vieja receta” de Xi Jinping
Comenzando como periodista, Schell viajó muchas veces China desde la década de 1970.
En sinpermiso.info, Orville Schell, director Arthur Ross del Centro de Relaciones Estados Unidos-China en la Asia Society en Nueva York, escribe: “Lo que todos los dirigentes, de Liang Qichao a Sun Yatsen en los albores del siglo pasado, de Chiang Kai-shek a Mao Zedong en la mitad del siglo XX, de Deng Xiaoping a Xi Jinping, en tiempos más recientes, han compartido como meta no es un país democrático más ilustrado, sino una nación unificada por el nacionalismo y gobernada por un solo partido disciplinado que pudiese galvanizar China para hacer frente al desafío histórico de ser más rica y poderosa y, por lo tanto, una nación respetada en el mundo moderno”. Al analizar el reciente Tercer Plenario del último congreso del PCCh, Schell señala: “Mientras que los teóricos del desarrollo occidentales siempre han creído que el correlato ineludible de una economía abierta era una sociedad abierta, los constructores de la nación china han dado la vuelta a este modelo, poniéndolo boca abajo”.
Por Orville Schell (*)
Las reformas aprobadas en el Tercer Pleno del XVIII Congreso del Partido Comunista de China son, como tantas otras cosas en China en las últimas décadas, parte del objetivo nacional de unidad nacional, riqueza y poder. Pero, para quienes estamos impregnados de la filosofía política occidental, este tipo de prescripciones políticas chinas a veces pueden parecer un confuso paquete de reformas contradictorias.
Por un lado, las últimas explicaciones de las reformas anunciadas buscan una mayor flexibilidad en el ámbito de la vida individual al relajar la política de “una familia, un hijo”; al reformar los reglamentos del registro de residencia (hukou) para que los campesinos puedan emigrar a las ciudades; y al poner fin a una forma extrajudicial de castigo tan desacreditada como la “reeducación por el trabajo”, que durante décadas ha enviado tanto a criminales como a disidentes a campos de trabajo sin que mediase sentencia judicial alguna, sin proceso o sin derecho a recurso. Todas estas reformas surgen del reconocimiento por parte de los niveles superiores de decisión del Partido de la urgente necesidad de relajar algunas de las viejas y rígidas estructuras establecidas bajo Mao durante la era de Stalin, con el objetivo de catalizar mayor “creatividad” e “innovación”, dos nociones que obsesionan a los nuevos dirigentes.
Por otro lado, el Presidente Xi también ha promovido una simplificación drástica de las funciones de vigilancia y seguridad con la creación de un nuevo “Consejo de Seguridad Nacional” bajo su dirección y la centralización de la reforma financiera en todo el país bajo un “pequeño grupo de dirigentes”, también bajo su control. Al mismo tiempo, también se han tomando medidas enérgicas contra los medios de comunicación independientes, silenciando académicos demasiado francos y dando la espalda a las críticas de los extranjeros. Todo ello pudiera parecer contradictorio. Sin embargo, en un sentido muy yin / yang, el Presidente Xi pareciera estar siguiendo el manual post-Tian An Men (1989) de Deng Xiaoping, es decir, tratar de promover las reformas económicas radicales en este punto de inflexión, y al mismo tiempo controlar con mano firme todas las fuerzas centrífugas sociales y políticos y, sobre todo, las prerrogativas de los principales dirigentes.
A primera vista, lo contradictorio de estos dos esfuerzos parece irresoluble, sobre todo a los ojos de Occidente. Pero Mao, que era aficionado a la “unidad de los contrarios”, habría pensado justamente lo contrario. De hecho, la mayoría de los reformistas chinos que en los últimos ciento cincuenta años han tenido como objetivo, de manera bastante similar, construir una nación más rica y poderosa, probablemente también hubieran estado de acuerdo con la actual fórmula de Xi. Lo que todos los dirigentes, de Liang Qichao a Sun Yatsen en los albores del siglo pasado, de Chiang Kai-shek a Mao Zedong en la mitad del siglo XX, de Deng Xiaoping a Xi Jinping, en tiempos más recientes, han compartido como meta no es un país democrático más ilustrado, sino una nación unificada por el nacionalismo y gobernada por un solo partido disciplinado que pudiese galvanizar China para hacer frente al desafío histórico de ser más rica y poderosa y, por lo tanto, una nación respetada en el mundo moderno.
Mientras que los teóricos del desarrollo occidentales siempre han creído que el correlato ineludible de una economía abierta era una sociedad abierta, los constructores de la nación china han dado la vuelta a este modelo, poniéndolo boca abajo. China parece proclamar que una sociedad cerrada con mercados relativamente abiertos es una forma más eficiente de generar riqueza, poder y respeto que una sociedad abierta con un mercado abierto. Y así, lo que parece ser una contradicción para los demócratas occidentales -a la Bill Clinton (que interpretó que China estaba en “el lado equivocado de la historia”)-, es en realidad una lógica muy diferente cuando se analiza desde el punto de vista de los círculos dirigentes chinos en Beijing. ¿Por qué? Porque su objetivo no es proteger a las personas de la tiranía de un gobierno demasiado fuerte, sino utilizar un gobierno eficiente y autoritario para construir un Estado fuerte, capaz de hacer que un pueblo exhausto de tanta derrota y explotación sienta el orgullo del rejuvenecimiento de la nación. Una parte esencial de ese orgullo se deriva de mostrar que China, una vez más, puede erguirse, incluso desafiante, entre las otras “grandes potencias”. Si la democracia y la apertura no contribuyen de una manera utilitaria a este gran objetivo nacional, no serán metas en la narrativa política que vemos resurgir en este Tercer Pleno. En definitiva, es la salud de la nación, no la santidad de la persona, lo que impulsa la toma de decisiones de la cúpula del PCCh.
Sun Yat-sen, advirtió hace un siglo: “El individuo no debe tener demasiada libertad, pero la nación debe tener libertad completa.” La mayoría de los líderes chinos después de Sun, hasta llegar al propio Xi, se han preocupado muy poco de la santidad de la persona y mucho de la salud de un Estado fuerte. Sun aconsejó: “Si queremos restaurar la libertad en China, debemos unirnos en un solo cuerpo inquebrantable y usar métodos revolucionarios para forjar nuestro estado en una unidad de hierro.” Xi Jinping está, sin duda, totalmente de acuerdo con Sun, como lo estuvieron Chiang, Mao y Deng antes que él.
Por lo tanto, los pronunciamientos del Tercer Pleno parecen tener una lógica clara para Xi: sin un liderazgo unificado, un estado fuerte de partido único, y una economía dinámica que pueda crear riqueza, no habrá poder. Y, sin energía, China, como fue el caso durante más de un siglo en el pasado, será débil, presa fácil de extraños. Por lo tanto, el impulso real de las últimas prescripciones políticas no es proteger las libertades individuales -excepto en la medida en que un cierto relajamiento pueda permitir una mayor innovación-, sino mantener los motores económicos de China acelerados, girando a altas revoluciones, y mantener al partido entronizado como custodio aún más potente y eficaz del proceso de rejuvenecimiento nacional. Este era el objetivo de Deng Xiaoping en su cénit, cuando “enriquecerse es glorioso” se convirtió en la consigna del momento. Sigue siendo cierto hoy en día, aunque el énfasis de ese enriquecimiento se sitúe mucho más a nivel nacional que individual.
(*) Director Arthur Ross del Centro de Relaciones EEUU-China en la Asia Society en Nueva York. Ha sido profesor y decano de la facultad de periodismo de la Universidad de California en Berkeley. Autor de una decena de libros sobre China como Wealth and Power: China’s Long March to the Twenty-first Century (Random House, 2013, con John Delury ) y The China Reader: The Reform Years (Vintage, 1998).
PUBLICAR COMENTARIOS