La Orquídea de Manchuria
El periodista y escritor Juan Forn cuenta hoy en Página 12 sobre la “belleza de Munkden” que apareció en una película “cantando una canción llamada ‘Noches de Shanghai’, de la que se enamoraron al instante todos los chinos y todos los japoneses de la época”. Era el momento (1931) en que “Japón había invadido Manchuria con la idea loca de quedarse con toda China y crear un imperio panasiático. Parte decisiva de ese plan era la propaganda, y herramienta básica de esa propaganda era el cine. La orden del día era hacer películas que fascinaran a los japoneses con China y fascinaran a los chinos con el invasor, y proyectarlas hasta el cansancio en los cines de uno y otro lado”.
La Orquídea de Manchuria
Por Juan Forn
Según el dicho, las mujeres más hermosas de la China venían de Shanghai. Pero las mujeres más hermosas de Shanghai, en la intimidad, confesaban que las verdaderas bellezas chinas eran todas de Munkden. Munkden era la capital de Manchuria, ese territorio indomable entre Rusia y Mongolia donde supo estar la capital del imperio chino hasta que la mudaron al sur, a Pekín, y comenzó la decadencia. En 1931, Japón había invadido Manchuria con la idea loca de quedarse con toda China y crear un imperio panasiático. Parte decisiva de ese plan era la propaganda, y herramienta básica de esa propaganda era el cine. La orden del día era hacer películas que fascinaran a los japoneses con China y fascinaran a los chinos con el invasor, y proyectarlas hasta el cansancio en los cines de uno y otro lado. Era un engendro, al servicio de otro engendro, pero en una de esas películas apareció una belleza de Munkden cantando una canción llamada “Noches de Shanghai”, de la que se enamoraron al instante todos los chinos y todos los japoneses de la época: hubo un momento en que PuYi, el emperador títere, la tarareaba en la Ciudad Prohibida; Chang Kai Shek hacía lo mismo en las provincias nacionalistas, Mao en los territorios ocupados por los rojos y hasta el propio Hirohito, al otro lado del mar, sonreía al escucharla por la radio japonesa. El japonés que despreciaba al chino, el chino que odiaba al japonés, el nacionalista que odiaba al comunista, el comunista que quería barrerlos a todos, no había ninguno que no se descubriera sonriendo beatíficamente al oír cantar a esa jovencita que los chinos llamaban Li Xiang Lan, los japoneses Ri Ko Ran, y en sus documentos de identidad, guardados bajo siete llaves, respondía al nombre de Yoshiko Yamaguchi.
Su acompañante en aquella película fue Kazuo Hasegawa, el actor más famoso de Japón, que en el teatro kabuki hacía papeles femeninos y, en el cine, de galán. En los descansos del rodaje, Hasegawa, como la gran dama de las tablas que era, le enseñó a su joven partenaire a ser mujer. Yoshiko tenía dieciséis años. Diagnosticada con tuberculosis, la habían mandado a aprender ejercicios de respiración con una soprano rusa que recaló en Mukden huyendo de los bolcheviques. La soprano le descubrió talento para el canto y le enseñó a desarrollarlo, tal como Hasegawa le enseñó la femineidad: simplemente haciendo aflorar lo que ella tenía adentro. Los ojos de Yoshiko eran de un tamaño casi insultante; no parecía ni típicamente china ni típicamente nipona. Para hacerla más misteriosa y atrayente, las autoridades habían preferido silenciar que era nacida en Japón, de padres japoneses llegados a Munkden cuando ella era pequeña (de ahí su nombre verdadero). Yoshiko fue Li Xiang Lan para los chinos y Ri Ko Ran para los japoneses durante toda la guerra, y sólo se salvó después de ir a la horca por colaboracionista, porque la ley china no podía juzgar por traición a una extranjera.
Cuando llegó a Japón en 1946 creyó que su vida estaba terminada, pero uno de sus fans llamado Akira Kurosawa la puso en una película (El ángel ebrio, con Toshiro Mifune), Samuel Füller la vio e hizo lo mismo en otra película, que fue a filmar a Japón (La selva de bambú, con Robert Stack) y Hollywood anunció el advenimiento de una nueva Madame Butterfly: sus puertas y las de Broadway se abrieron para ella y Japón la recibió como su hija pródiga. Ni siquiera les importó que se hubiera cambiado el nombre a Shirley Yamaguchi (“Siempre amé a Shirley Temple”), porque anunció otra noticia al volver: iba a casarse con el escultor Izamu Noguchi. Era el matrimonio perfecto para el nuevo Japón. Noguchi era el otro hijo pródigo recién llegado a la maltrecha patria. De padre japonés pero criado por su madre soltera en Estados Unidos, luego discípulo de Brancusi en París, Noguchi había encontrado la manera de unir la tradición milenaria japonesa con el arte moderno y volvía a Japón para hacerlo, empezando por el memorial a Hiroshima. El casamiento fue transmitido por televisión, Noguchi quiso una ceremonia a la antigua, diseñó él mismo hasta los kimonos y después se llevó a la novia a una casa de doscientos años, a vivir como se vivía en el viejo Japón. Duraron un suspiro: hasta que el proyecto de Noguchi fue rechazado por el comité de Hiroshima y Shirley se cansó de hacer de esposa japonesa entre paredes de papel, sin calefacción ni electricidad.
Su carrera en Hollywood nunca alzó vuelo, en Broadway pasó lo mismo: debut y despedida con el fallido musical Shangri-la. Yo-shiko dejó de ser Shirley y juró que nunca volvería a actuar (así como había jurado, diez años antes, nunca volver a cantar “Noches de Shanghai”). Pero no pudo con su genio: en los años ’60 le ofrecieron conducir un programa de TV. Se iba a llamar “Es un mundo raro y Yoshiko Yamaguchi nos informa de él desde la línea del frente”. Iba a las tres de la tarde, para amas de casa japonesas, pero eran los ’60: el mundo era Vietnam, las revueltas estudiantiles, los luchadores por la libertad. Micrófono en mano, desde el lugar de los hechos, Yoshiko lograba con su invulnerable candor confesiones que ningún otro periodista era capaz de obtener. La pasaron a horario central, entrevistó a Khadafi en Libia, a Arafat en Palestina, a Kim Il-sung en Corea, logró que una campesina vietnamita dijera a cámara, delante de un yermo incinerado por napalm: “Hace cientos de años que los extranjeros tratan de conquistar nuestra tierra. Para nosotros no hay diferencia entre ellos. Esta es la tierra de nuestros antepasados. No-sotros permaneceremos. Ellos se irán”. Sólo la voz que había cantado “Noches de Shanghai” era capaz de decir al aire en la televisión nipona: “Los japoneses debemos aprender de nuestro pasado y estar del lado de nuestros hermanos asiáticos contra los agresores extranjeros”.
Cuando la echaron de la TV entró en política, llegó al Parlamento, duró tres períodos seguidos como diputada hasta que se retiró para crear el Fondo de Reparación de Mujeres Asiáticas, un proyecto que puso los pelos de punta al mismo tiempo a feministas y reaccionarios en Japón, Corea, China y Taiwan. Yoshiko salió a pedir donaciones, el dinero era para dar a todas aquellas mujeres que durante la guerra habían sido “personal de consuelo”, es decir esclavas sexuales del ejército japonés en China. Sólo unas trescientas mujeres se atrevieron a recibirla. Yoshiko entregaba personalmente las reparaciones. Le tocó ir a China, adonde nunca se había atrevido a volver. En la ceremonia de entrega empezó pidiendo perdón a los chinos por su pasado, pero una de las ancianas que iba a recibir la reparación la interrumpió para referir un episodio que había visto con sus propios ojos cuando era “personal de consuelo”: luego de un combate con rebeldes chinos había quedado un tendal de soldados japoneses malheridos que hubo que subir a un tren en el que viajaba la Señorita Li Xiang Lan. Los heridos fueron acumulándose en cada espacio, era un coro atroz de lamentos y aullidos de dolor, ya era de noche y en el tren no había luces. De pronto, avanzando entre los cuerpos tirados, con una linterna sostenida con ambas manos contra el pecho y apuntándose a la cara, La Orquídea de Manchuria recorrió un vagón tras otro hasta calmar a todos cantando “Noches de Shanghai”.
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