Gran entusiasmo por el mandarín en Argentina
Desde 2004, ya 11 mil argentinos estudian chino, al compás de las crecientes relaciones –sobre todo comerciales- entre nuestro país y el gigante asiático. La revista Acción publicó una nota de Marcela Fernández Vidal sobre el tema, con entrevistas a Elena Chen, directora de la Asociación Argentina de Traductores y Profesores de Idioma Chino (ATPIC), y a Alejo Bekinschtein, de la consultora Asia & Argentina.
La lengua del dragón
Desde 2004, 11.000 argentinos estudian chino, al compás de las crecientes relaciones –sobre todo comerciales- entre nuestro país y el gigante asiático.
Por Marcela Fernández Vidal, para la revista Acción
En 1266, Nicolás Polo y su hermano, Mateo Polo, prósperos comerciantes de la República de Venecia, llegan a Pekín, constituyéndose en los primeros occidentales que comerciarán directamente con el Imperio Mongol, que producía sedas, especies y otros productos suntuarios que Europa adquiría hasta entonces a través de un sistema de triangulación en el que participaban los árabes. En el segundo viaje, en 1271, los acompañará Marco, hijo de Nicolás Polo. El famoso veneciano permanecerá en China diecisiete años y será, para esa época, el europeo que más haya recorrido el territorio debido a su rango de emisario del Gran Khan. Luego volverá a su tierra para contarlo. Desde entonces mucha agua ha corrido bajo el puente.
Hoy China, tras varios siglos, vuelve a estar en las primeras ligas de la economía mundial y, para la Argentina, es ya su segundo socio comercial después de Brasil. Desde 2010 China invirtió en la región casi 16.000 millones de dólares, 40% de los cuales, en Argentina. Las cifras hablan por sí mismas. “En la vida cotidiana difícilmente uno se encuentre usando un producto cuyo origen no sea China”, dice Elena Chen, directora de la Asociación Argentina de Traductores y Profesores de Idioma Chino (ATPIC). El gran interés despertado por el aprendizaje del idioma tiene su principal explicación en un indiscutible auge de las relaciones comerciales bilaterales. Se calcula, a grosso modo, que desde el 2004 hubo 11.000 argentinos lo estudiaron. Se imparten cursos en universidades, empresas, institutos Confucio. “Pero es más fácil que aprender castellano”, señala entusiasmada Chen. “No tenemos los pronombres “lo” o “la”, tampoco clasificamos los adjetivos en femenino o masculino y las conjugaciones verbales no son tan arduas como en castellano.”, agrega.
En la República Popular China existen entre seis y doce dialectos, ininteligibles entre sí. La variedad demográficamente más importante es el mandarín estándar, que se originó en las llanuras centrales. Es el idioma oficial del país y hoy lo hablan 1.300 millones de personas. También es el idioma oficial de Taiwán; a su vez, es una de las dos lenguas oficiales de Singapur y una de las seis lenguas oficiales de la ONU.
“Enseñamos copiando la forma en que se aprende a hablar la lengua materna: escuchar, captar los sonidos y los tonos, imitar las palabras dichas según el contexto.”, explica Chen. “Es esencial que la clase sea distendida, que los alumnos se diviertan y disfruten para un buen aprendizaje. Y el otro aspecto básico es que haya profesores que tengan conocimientos de pedagogía, porque no es suficiente con ser hablante nativo del idioma que se enseña”.
El chino, el birmano y el tibetano, así como otras lenguas de origen chinotibetano, presenta grandes diferencias con las occidentales: son monosilábicas, con escasísima flexión y son tonales. La escritura se basa en un sistema logosilábico en el cual cada carácter es un concepto que se va concatenando para formar palabras y oraciones. Por ejemplo, para leer un periódico hay que conocer unos 2.000 ó 3.000 caracteres. Un diccionario presenta unos 40.000 caracteres. Los textos más antiguos datan del siglo IV a.C. La caligrafía, por otra parte, es un arte refinado que demanda gran paciencia y habilidad.
“En la enseñanza se utilizan audios y videos que ayudan a sortear las dos grandes dificultades que presenta el idioma: la escritura y la pronunciación.”, señala Alejo Bekinschtein, profesor de la consultora Asia & Argentina. “El alumno tiene pocas oportunidades para practicarlo en su vida cotidiana, a diferencia del inglés que está en el cine, en la televisión, en publicaciones. Se suma el hecho de que es una escritura silábica y por caracteres, por lo cual requiere mayor dedicación.”, explica Bekinschtein.
El perfil de los alumnos es sumamente variado: hay estudiantes universitarios de las carreras de comercio exterior, abogacía o diplomacia; empresarios o dueños de pymes que deben viajar o relacionarse con empresarios chinos; también, hay gerentes y empleados de bancos que interactúan con sus casas matrices. E incluso hay funcionarios de organismos gubernamentales que se ponen a tono con el amplio espectro de posibilidades de intercambio no sólo económico, sino también científico y tecnológico. Y, en un porcentaje menor, hay quienes lo estudian por el puro placer de aprender y como un magnífico desafío intelectual.
“Lo importante es que el alumno venga con el corazón para aprender”, opina Chen, quien llegó a la Argentina hace veinte años y creó una metodología. “Es fundamental hacer un seguimiento individual, para eso hay que saber escuchar al alumno. Yo definiría nuestra labor como un puente que permite conectar a seres humanos y a partir de ellos dos culturas, dos mundos.”, sostiene.
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