China y las etapas históricas de la inserción internacional de Argentina

26 septiembre, 2011

Por Carlos Escudé

Abstract

This document reviews the consequences, for Argentina and South America, of the rise of China as the world’s second (and soon to be the first) economy, and as the most important trading partner of the main South American economies, as well as a very major investor therein. It also documents perceptions of threat generated in the declining superpower, the United States, both as a consequence of China’s penetration of its “back yard”, and of wider economic and geopolitical competition. The paper includes an up-to-date bibliography of Sino-Latin American relations.

Regarding Argentina, the main conclusion is that the rise to superpower status of a country whose economy complements its own is the best piece of news in more than a century. Argentina was successful when Great Britain, whose economy was complementary to its own, was the dominant power, but suffered grave regressions when the United States, whose economy did not complement it, displaced the United Kingdom as the hegemon.

Regarding U.S. threat perceptions, the paper concludes that they are not warranted, especially inasmuch as, militarily, the interstate system will remain unipolar. All the major powers put together cannot compete with the global network of over 900 military bases and installations which the United States officially maintains in 46 countries and territories, occupying 796.000 acres in which 26,000 buildings and structures are erected.

Hence, for a long time to come, the growth of Chinese power will not threaten countries which are not China’s immediate neighbors, least of all the South American states. Argentina in particular should welcome the displacement of a North American giant which has never been friendly to it, largely because it did not need it. Contrariwise, China and Argentina need each other, albeit asymmetrically. The complementary nature of both economies opens prospects of long-term growth for Argentina.

 

Introducción

En este trabajo pasaremos revista a algunas consecuencias, para la Argentina en especial y América del Sur en general, del ascenso internacional de la República Popular China. Asimismo, se documentarán percepciones de amenaza engendradas en la potencia declinante, Estados Unidos, debido a la competencia económica y geopolítica global entre ambas, y también como consecuencia de la penetración china en su “patio trasero”.

 


La transición hegemónica y su posible impacto sobre Argentina

Por primera vez desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, vivimos tiempos de transición hegemónica. Estados Unidos se convirtió en la superpotencia dominante de un mundo bipolar en 1945, cuando producía la mitad de la riqueza del orbe y era el único país con la bomba atómica. En 1989, con el colapso de la Unión Soviética, pareció destinado a ser regente y brújula del planeta. Pero los errores de toda índole cometidos desde el 11 de septiembre de 2001, sumados al ascenso económico de China, cambiaron radicalmente esa perspectiva. Su desplazamiento como principal potencia económica mundial es ya casi seguro para la próxima década. Y eso nos obliga a repensar nuestra inserción internacional.

A su vez, ese examen exige una visión retrospectiva. Hasta hace poco, la historia de nuestra inserción en el mundo desde la organización nacional podía desdoblarse en dos grandes etapas. La primera fue entre 1880 y 1948, cuando mantuvimos una interdependencia asimétrica con el Reino Unido. Aunque nosotros necesitábamos sus libras más que ellos nuestras carnes y cereales, había complementación económica.

Pero cuando los británicos cedieron la hegemonía en el Río de la Plata, sobrevino una larga dependencia frente a Estados Unidos, que se prolongó entre 1948 y (aproximadamente) 2003. Los norteamericanos no necesitaban nuestros alimentos. En realidad, no nos necesitaban para casi nada, a la vez que podían infligirnos graves daños económicos y financieros, de manera que nuestra dependencia fue total.

Pero con la decadencia de Estados Unidos las cosas han cambiado, porque la potencia que se perfila para reemplazarlos se complementa económicamente con nuestro país y con otros de la región. En este contexto, es imperioso procesar las lecciones del pasado con realismo.

Que la complementación económica entre una potencia hegemónica y un país periférico puede producir enormes beneficios para ambos está ilustrado por el primer tramo del viejo vínculo entre la Argentina y el Reino Unido. Debido al carácter complementario de nuestras economías, entre 1880 y 1914 los británicos invirtieron enormes caudales en este país, posibilitando, entre otras cosas, la expansión de nuestras vías férreas, desde 503 km. en el quinquenio 1865-69, hasta 31.104 km. en el quinquenio 1910-14. Gracias a esas y otras inversiones en infraestructura, nuestra superficie sembrada trepó desde 0,58 millones de hectáreas en el primer período, a 20,62 millones en el segundo, y nuestro comercio de exportación creció en proporción, de 29,6 millones de pesos oro en 1865-1869, a 431,1 millones en 1910-14.[1]

Esta explosión económica le permitió a la Argentina de esos tiempos alcanzar un ingreso por habitante similar a los de Alemania, Holanda y Bélgica, y superior a los de Austria, España, Italia, Suiza y Noruega. [2] Como consecuencia, nuestras clases medias crecieron desde tan sólo el 10,6% de la población en 1869, hasta el 30,4% en 1914. [3] Hubo derrame.

Pero las relaciones entre Estados nunca fueron fáciles. Aun cuando exista complementación económica, el más fuerte intentará aprovecharse del débil. Esta es una lección a tener en cuenta a la hora de pensar nuestras relaciones futuras con China. La aprendimos dolorosamente frente al Reino Unido cuando, por causa de la Primera Guerra Mundial, los intereses británicos y argentinos comenzaron a divergir.

En aquellas circunstancias, los ingleses insistieron en que les concediéramos créditos sin interés, y también en monopolizar nuestro comercio exterior. El Estado argentino no quiso permitirlo y el resultado fue una seguidilla de sanciones ruinosas. A partir de entonces, las cosas entre el Reino Unido y la Argentina nunca volvieron a ser como antes. [4]

Obviamente, cuando a raíz de los cambios acaecidos con la Segunda Guerra Mundial, la interdependencia asimétrica con el Reino Unido fue reemplazada por una dependencia frente a Estados Unidos, la situación sólo podía empeorar. Al contrario de Brasil, que no se complementaba con Gran Bretaña pero siempre se complementó con Estados Unidos,[5] para nosotros el advenimiento de ese país al papel de superpotencia fue catastrófico. Nuestra diplomacia había venido librando una confrontación retórica con los norteamericanos desde 1880, engendrando en Washington prejuicios contra todo lo argentino. [6] Y para colmo, como está más cerca del Polo Sur que de los centros de gravitación mundial, la Argentina tampoco ofrecía una posición geográfica estratégica frente a los conflictos globales. Ni siquiera somos verdaderos vecinos, como lo es México. Para ellos, el costo de equivocarse en su relación con nosotros se aproxima a cero, tanto entonces como ahora. Por eso, la Argentina paga por todos los errores propios en las relaciones bilaterales, a la vez que también paga por todos los errores norteamericanos.[7]

Esta es una situación desgraciada. Pero afortunadamente, nos encontramos en los umbrales de una nueva era histórica que puede mejorar nuestra inserción mundial. La estrella estadounidense se eclipsa y la potencia ascendente que ya ocupa el segundo puesto en la economía mundial es, como sabemos, un país complementario del nuestro. Como Gran Bretaña en el primer período, China necesita del tipo de producto que nosotros exportamos más competitivamente.

Esta superpotencia en ciernes, que ya es el principal socio comercial de Brasil y Chile,[8] es receptora del 9% de nuestras exportaciones, a la vez que nos provee de un 11% de nuestras importaciones.[9] Sólo Brasil la supera como receptora de nuestros productos. En cambio, a pesar de su mercado gigantesco, Estados Unidos nos compra menos que Chile. Como siempre en las relaciones entre un país central y uno periférico, nosotros dependemos más de nuestras ventas a la China que ésta de sus compras en nuestro país. No obstante, de cara al futuro, la gama de nuestras exportaciones a ese país puede crecer exponencialmente.

Un ejemplo del tipo de cooperación que debería multiplicarse es el acuerdo marco entre nuestra provincia de Río Negro y la provincia china de Heilongjiang. Su objetivo es ampliar la superficie productiva por medio de inversiones en irrigación. Es casi un calco de lo que hizo el milagro argentino en 1880-1914, con inversiones inglesas en ferrocarriles, puertos y silos que posibilitaron nuestro despegue, luego malogrado. A esto hay que sumar el desembarco chino en nuestro sector de hidrocarburos, con fuertes inversiones de las petroleras estatales chinas, Cnooc y Sinopec. En pocos meses, China pasó del puesto 29° al 3° entre los inversores extranjeros de Argentina. [10]

Todos los indicadores apuntan a que estamos frente a la mejor oportunidad que hayamos tenido desde la organización nacional. Por cierto, la presencia china ya se ha traducido en un cambio estructural visible en la matriz del comercio latinoamericano. Entre 1975 y 2005, el intercambio de la región con ese país trepó de 200 a 47.000 millones de dólares. Eso significa que nuestras brillantes perspectivas son compartidas por vecinos como Brasil y Chile, de modo que no amenazan la creciente concordia geopolítica sudamericana, y eso es lo mejor de todo. [11]

Nada garantiza que nuestra relación con China llegue a ser tan fructífera como lo fue nuestro vínculo con Gran Bretaña entre 1880 y 1914. Deberemos precavernos de riesgos diversos, como la posibilidad de que la sed china de materias primas conduzca a nuestra desindustrialización, el peligro de que nuestro medio ambiente sea dañado por prácticas mineras desaconsejables, o la eventualidad de que una cantidad excesiva de tierras argentinas caiga en manos extranjeras. Pero la perspectiva de una sociedad mutuamente ventajosa existe y debemos sacarle el máximo provecho. En este tren, ayuda que las relaciones diplomáticas sino-argentinas hayan sido amistosas desde su establecimiento en 1945. [12] En verdad, en esta tercera etapa de la historia de nuestra inserción internacional, la Argentina tiene una segunda oportunidad histórica.

 

La nueva presencia china en América del Sur

Como se ha visto, el creciente relacionamiento entre China y Argentina no es un caso aislado sino que es común a los principales países del subcontinente. La presencia china se hizo notar incipientemente en noviembre de 2004, cuando el presidente Hu Jintao visitó América latina. Desde entonces, los analistas norteamericanos apuntaron sus antenas a estas relaciones, conscientes de que la hegemonía de su país en Sudamérica podía comenzar a ser disputada. Y cuando en 2008 China publicó su “Libro Blanco sobre América Latina”, no quedaron dudas acerca de las aspiraciones de la superpotencia en ciernes. Allí, el gobierno chino afirmó públicamente su estímulo y apoyo a las empresas de su país para la inversión en “manufactura, agricultura, silvicultura, pesquería, energía, recursos mineros, construcción de infraestructura, servicios, etc.”, a la vez que nos propuso “fomentar juntos la seguridad alimentaria”.

El anuncio urbi et orbi no quedó en retórica vacua. Hacia marzo de 2011, China ya había comprometido:

– 28.000 millones de dólares en créditos a Venezuela y 16.300 millones para el desarrollo petrolífero en el Orinoco;

– 5000 millones de dólares para una planta siderúrgica en el puerto brasileño de Açu; otros 3100 millones como participación en un desarrollo petrolífero offshore brasileño concesionado a la empresa noruega Statoil; un crédito de 10.000 millones para Petrobras, y otros 1700 millones para comprar siete empresas brasileñas de electricidad;

– 10.000 millones de dólares para la modernización de ferrocarriles en la Argentina, 3100 millones para la compra de la petrolera Bridas y otros 400 para la compra de ESSO;

– 1000 millones de dólares como pago adelantado por petróleo ecuatoriano y otros 1700 millones por un proyecto hidroeléctrico, con negociaciones por inversiones adicionales de entre 3000 y 5000 millones;

– 4400 millones de dólares para el desarrollo de minas en Perú. Etcétera.[13]

El gran salto se produjo en 2009, precisamente cuando resultaba más relevante para América latina, ya que comenzaban a escasear los fondos provenientes de fuentes más tradicionales de inversión, como consecuencia de la crisis internacional. No es una casualidad que en mayo de ese año, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva haya viajado a Beijing para asegurar la cooperación china en la explotación de las nuevas reservas brasileñas de petróleo.

Bastante antes, algunos de los más esclarecidos estadistas latinoamericanos ya habían comprendido el enorme potencial representado por el mercado y los capitales chinos. En Chile, por ejemplo, la pieza central de la política económica internacional de los presidentes Ricardo Lagos y Michelle Bachelet fue el comercio sino-chileno. Es así que el primer acuerdo de libre comercio entre la China y un país latinoamericano fue firmado con Chile en 2005. Posteriormente, Perú y Costa Rica siguieron por el mismo camino, de modo que a la fecha ya hay tres tratados de libre comercio entre países de la región y China, poniendo una lápida simbólica al frustrado proyecto hegemónico norteamericano, el ALCA.

Una de las ventajas de la República Popular China a la hora de dar grandes saltos como el orquestado en América latina es su capacidad para articular grandes paquetes en los que están simultáneamente involucrados el gobierno, los bancos y las empresas. La cuestión fue planteada con elocuencia al Wall Street Journal por el presidente de Petrobras, José Sergio Gabrielli de Azevedo, cuando comentó en 2009: “Los Estados Unidos tienen un problema. No hay nadie en el gobierno norteamericano con quien podamos sentarnos para discutir el tipo de cosas que discutimos con los chinos”.[14]

Por cierto, el sistema chino de negociación hace posible que los sectores estatal, financiero y empresarial operen en forma conjunta para concretar negocios estratégicamente importantes para su país. Esta es una herramienta muy útil, especialmente para negociar inversiones en el sector energético. Las tres cuartas partes de las reservas mundiales de petróleo están en manos de enormes empresas petroleras que tienen gran poder de negociación y que están controladas por Estados. El método chino reduce ese poder de las grandes empresas: su modus operandi le permite ofrecer más y por lo tanto exigir más, convirtiendo este tipo de negocio en una suerte de geopolítica del petróleo donde los acuerdos son de gobierno a gobierno.

Es por medio de esta metodología como, por ejemplo, China ha conseguido representar el 40% de la producción petrolera no estatal de Ecuador, a la vez que avanza en la negociación de un proyecto ferroviario para el sector minero de ese país. Y al mismo poderoso instrumento de negociación debe atribuirse que haya conseguido una presencia protagónica en los campos petrolíferos venezolanos de Maracaibo y Anzoátegui, a la vez que crece su participación en la extracción de carbón, bauxita, hierro y oro en el país de Hugo Chávez.

La estrategia china en América latina está cuidadosamente diseñada. Para evitar que los organismos intergubernamentales de la región sean usados contra sus intereses por Estados Unidos, en 2004 obtuvo status de observador en la Organización de Estados Americanos (OEA) y en 2009 se convirtió en miembro del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). No obstante, los chinos se cuidan mucho de no ofender a Estados Unidos, porque no tienen nada que ganar con la confrontación, y porque nada hay tan valioso para ellos como preservar el masivo mercado de consumo norteamericano y canadiense.

Pero esta cautela no impide cierta paranoia en círculos especializados estadounidenses. Un ejemplo un poco descabellado es una publicación de 2007 del Instituto de Estudios Estratégicos del U.S. Army War College (algo así como una escuela superior de guerra del ejército de ese país). Se titula “La expansión china y el retroceso norteamericano en la industria espacial y de telecomunicaciones de la Argentina, y sus implicancias para la seguridad nacional de los Estados Unidos”.[15]

Obviamente, la presencia china en América latina no representa ningún riesgo para la seguridad nacional norteamericana, por lo menos por ahora. Pero más de una política estadounidense puede verse desbaratada por esa presencia. Por ejemplo, según informó UPI en noviembre de 2008, cuando Estados Unidos bloqueó la venta a Bolivia de aviones de combate producidos por la República Checa, Evo Morales recurrió a la China, que le vendió su modelo K-8.[16]

Siguiendo el mejor ejemplo norteamericano, en Beijing ya se imparte un curso de educación militar profesional de cinco meses de duración, destinado a oficiales latinoamericanos de mediana graduación. Y siguiendo ejemplos tanto europeos como estadounidenses, China intenta ser mejor comprendida por los latinoamericanos a través de una política cultural que hasta la fecha ha incluido la creación de veinte filiales del Instituto Confucio.

 

China y la paranoia norteamericana

Como se dijo antes, China marcha aceleradamente hacia el primer puesto en la economía mundial. Su creciente poder económico le permite avanzar también en otros terrenos. Esto engendra grandes resquemores en Estados Unidos, porque aunque en teoría los norteamericanos son capitalistas defensores de la competencia, hay un ámbito en que no están acostumbrados a tener competencia: el del predominio militar global.

Un ejemplo de inquietud proveniente las más altas esferas es el pensamiento del Gral. Bantz J. Craddock, Comandante del Comando Sur de los Estados Unidos, una especie de procónsul norteamericano para América latina. En su testimonio del 9 de marzo de 2005 ante el Comité de las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes de su Congreso, dijo a los legisladores que en el año anterior (que fue el de la visita del presidente Hu Jintao a Argentina, Brasil, Chile y Cuba) China había anclado en nuestra región el 50% de sus inversiones de ultramar. Subrayó que la dependencia china de la economía global, sumada a su nuevo poder, la induce a una nueva estrategia militar de proyección internacional para proteger su acceso a los mercados de alimentos, energía y materias primas. Citando el “Libro blanco de estrategia de defensa” de la República Popular China, observó que Beijing busca adquirir la capacidad militar necesaria para proteger sus rutas de navegación. Aunque reconoció que estos planes todavía no constituyen amenazas, dijo que Estados Unidos debe tenerlos muy en cuenta a la hora de planificar su propia estrategia hacia nuestra parte del mundo.[17]

Su preocupación es exagerada, pero se ancla en datos que no deben ignorarse. Considérese que dos de los cuatro puertos situados estratégicamente a la vera del Canal de Panamá están controlados por una empresa china de Hong Kong, Hutchison Wampoa.[18] Se trata de una gran empresa que opera en 45 países y que ganó una concesión de 25 años para la administración de los puertos de Balboa (en el Pacífico) y Cristóbal (en el Atlántico).

A esto se suma el hecho de que la marina de guerra china ya posee más submarinos que la rusa, y se calcula que en la próxima década se convertirá en una armada cabalmente bioceánica, convirtiéndose en la única en el mundo que compartirá esa condición con la norteamericana. La suya es una estrategia naval complementada por satélites y misiles, y centrada en el sigiloso submarino nuclear de ataque clase Song. Recientemente, durante un momento de tensión en el Estrecho de Taiwan, submarinos chinos rodearon un portaviones norteamericano sin que la poderosa nave los detectara. Al darse a conocer, los sumergibles chinos enviaron al mundo un elocuente mensaje acerca de su capacidad militar.[19]

No sorprende entonces que en el Informe Cuatrienal de 2006 del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, se afirme que China es el país que más posibilidades tiene de competir militarmente con Estados Unidos. Y en el Informe Cuatrienal de 2010 se expresa aún mayor inquietud por una supuesta falta de trasparencia acerca de los objetivos de su expansión y modernización militar.[20]

Los chinos están conscientes de que despertar inquietudes en Estados Unidos no les conviene, y es por eso que su diplomacia se esfuerza por enfatizar que lo último que quieren es disputarle a los Estados Unidos su “patio trasero” (una expresión usada sin falso pudor por analistas chinos dedicados a estas cuestiones). Pero esa cautela retórica no altera sus planes: Beijing está decidida a ser una gran potencia mundial y legítimamente necesita de este “patio trasero” para proveerse de alimentos y materias primas, sin los cuales no tendrá seguridad. Por eso, sus vínculos con nuestros países avanzan a paso redoblado en todos los ámbitos, incluido el militar.

Un buen ejemplo es el programa sino-brasileño de desarrollo y lanzamiento conjunto de satélites para el monitoreo de recursos terrestres, conocido como CBERS. El programa se inauguró en 1999 con el lanzamiento del satélite CBERS-1, y se actualizó en 2003 con el CBERS-2. En 2007 se lanzó el más avanzado CBERS 2-B y se espera que los satélites CBERS-3 y 4 sean lanzados en 2011 y 2014. Los cohetes empleados son chinos y se lanzan desde una base china, correspondiendo el 70% de la financiación a la China y el otro 30% al Brasil.

Estos fueron los antecedentes del “Acuerdo Marco de Cooperación Técnica para el Uso Pacífico del Espacio Ultraterrestre”, suscripto en 2004 entre Argentina y China durante la visita del presidente Hu Jintao. Allí China expresa su disposición a proveernos servicios de lanzamiento, componentes satelitales y plataformas de comunicación. En 2005 se avanzó con la firma de un convenio de asesoría técnica para la fabricación de satélites, y en 2010 comenzó a estudiarse la posibilidad de que una antena satelital para el programa espacial chino sea instalada en la Argentina. En teoría, este tipo de equipo facilitaría un (muy improbable) ataque chino contra satélites de terceros países (léase norteamericanos). Digno es de señalarse que, en 2007, la China destruyó uno de sus propios satélites con un misil, demostrando su capacidad para ese tipo de acción bélica y encendiendo algunas luces de alarma.

De similar proyección potencial es la cooperación entre China y la empresa argentina INVAP (de propiedad conjunta de la Comisión Nacional de Energía Atómica y la Provincia de Río Negro). Hay un contrato entre China e INVAP, en sociedad con empresas rusas, húngaras y alemanas, que data de 2003. El interés demostrado por INVAP de parte de la República Popular China llega al punto de que, durante su viaje de 2004, el presidente chino Hu Jintao visitó su sede en San Carlos de Bariloche. En esa ocasión el gobierno chino se comprometió a comprar reactores nucleares argentinos para la producción de neutrones de baja energía.

Otra cuestión que inquieta a los sectores más paranoicos en Estados Unidos es la penetración alcanzada en la Argentina por las empresas chinas de telecomunicaciones, Huawei y ZTE. Su despegue comenzó a partir de la crisis de 2001, cuando las empresas norteamericanas comenzaron a retirarse. Inevitablemente, los incentivos estratégicos acordados por el gobierno chino, que no tienen paralelos en Estados Unidos, permiten aprovechar oportunidades que un capitalismo de mercado puro desaprovecha.

Huawei, una empresa privada, se ha expandido por varios otros países de nuestra región, incluyendo Brasil y Venezuela. Una de sus ventajas es ser una proveedora principalísima del Ejército Popular de Liberación, que es el brazo armado del Partido Comunista Chino y el ejército más grande del mundo, con alrededor de tres millones de personas. A través de su tutelaje, Huawei ha establecido redes de telecomunicaciones militares en todo el territorio chino. Como consecuencia, fue distinguida por el gobierno de su país como “campeón de la nueva tecnología”, un galardón que le da acceso privilegiado a créditos multimillonarios que facilitan su expansión internacional. Es así como funciona el complejo militar-industrial chino.

En el caso de la expansión de estas empresas en el hemisferio occidental, lo que algunos sectores norteamericanos temen es que, en combinación con tecnología satelital, sus equipos sean utilizados para el espionaje y la guerra informática contra Estados Unidos. Por cierto, la doctrina militar china oficialmente declara que la guerra informática es una manera efectiva de neutralizar asimetrías de poder militar. Y para más datos, según un trabajo de 2005 de la conservadora Heritage Foundation, China y Brasil han cooperado en el desarrollo de satélites espía. [21]

Aunque la paranoia norteamericana no se justifica, lo cierto es que la marcha china hacia el primer puesto parece imparable. La democracia norteamericana y el capitalismo de mercado se prestan mucho menos al planeamiento estratégico que la autocracia y el capitalismo dirigido por el Estado. En comparación con la China, Estados Unidos opera como un gigante descerebrado.

 

China y Estados Unidos: condenados a cooperar

En párrafos anteriores describí la penetración china en América latina y la preocupación norteamericana frente a la presencia de este gigante extraño en su “patio trasero”. Pero la paranoia de sectores norteamericanos ultraconservadores no debe conducirnos a conclusiones equivocadas. A pesar de la competencia entre ambos países, y no obstante las percepciones de amenaza que se plasman en las clases dirigentes de una potencia veterana cuando emerge una nueva potencia que encuentra su lugar bajo el sol, Estados Unidos y China se necesitan mutuamente. Como consecuencia, el orden internacional tiene, a pesar de todo, un importante margen de estabilidad. Este es un hecho que se desprende de la historia de las relaciones sino-norteamericanas en décadas recientes.

La trayectoria de la novísima República Popular China está anclada en la Guerra Fría. La guerra civil que desgarró a la China milenaria, dividida entre comunistas y nacionalistas, desembocó en la creación de la nueva república en 1949. La isla de Taiwán fue el único territorio que quedó bajo el poder de la derrotada facción nacionalista, y China quedó dividida en dos. Estados Unidos reconoció el régimen capitalista de la isla como legítimo representante de la China histórica, hasta que en 1972 Richard Nixon llegó a la conclusión de que ésa era una política negadora de la realidad: los comunistas habían ganado la guerra civil, creando una potencia nuclear a la que no se podía ignorar.

Desde ese momento prevaleció la cooperación entre Washington y Beijing. Consintiendo a una exigencia estratégica del régimen comunista, los norteamericanos reconocieron que hay una sola China, no dos. Después de todo, en aquel entonces ese principio se reconocía en ambos márgenes del Estrecho de Taiwán: cada cual decía que el suyo era el legítimo gobierno de la única China, y que el régimen vigente en la costa opuesta correspondía a separatistas subversivos. De un pragmático plumazo, los norteamericanos le negaron a Taiwan la representación que hasta entonces le habían reconocido, haciendo la única salvedad de que el futuro de la isla debe decidirse a través de negociaciones pacíficas.

Así, Taiwán pasó a ser una anomalía: un no-país con el que se comercia como si fuera un país, y al que se está dispuesto a defender de un posible intento de absorción forzosa por parte de Beijing, pero que tarde o temprano está condenado a desaparecer, porque hay una sola China. Esa es la esencia de la ley norteamericana de relaciones con Taiwán, parte indispensable del paquete de reconocimiento de la China comunista, que se consumó en 1979. Como tantas otras veces en la historia de las grandes potencias, quedó demostrado que la traición es esencial al ejercicio del poder.

Mientras tanto, desde 1978 el Partido Comunista Chino venía implementando las reformas económicas de Deng Xiaoping, que acotaron el margen de intervención del Estado en la economía, ampliando el papel de las fuerzas del mercado. Con ese incentivo, a partir del reconocimiento diplomático la cooperación sino-norteamericana aumentó en forma sostenida. Con el fin de la Guerra Fría, en 1989, los vínculos entre ambos se multiplicaron. Y con el ingreso de China en la OMC, en 2001, la disposición a la cooperación del gigante asiático quedó firmemente establecida.

Por cierto, en 1980, un año después del establecimiento de relaciones diplomáticas plenas, el intercambio total entre Estados Unidos y China era de apenas 5.000 millones de dólares, mientras en 2010 ascendía a 456.800 millones. O sea que en tres décadas el comercio se multiplicó noventa y un veces. En el presente, Estados Unidos es el principal socio comercial de la China, a la vez que ésta es el segundo socio más importante de Estados Unidos, después del vecino Canadá. Un crecimiento del comercio bilateral de esta magnitud es la más segura señal de que, a pesar de las competencias, rivalidades y recelos que también caracterizan a sus relaciones, se trata de dos países que se necesitan mutuamente. Entre ellos, es casi forzoso que impere la paz.<

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